Por Dorys Rueda

 

Los mayores cuentan que, por el año de 1910, la gente de San Roque empezó a notar a un personaje que no era la norma habitual del vecindario. Era un caballero alto, de presencia distinguida, con llamativos ojos azules y una barba rubia cuidadosamente recortada. Aunque parecía un extranjero de noble cuna, vestía humildemente y, para asombro de todos, siempre iba descalzo, llamando la atención de quienes lo veían pasar.

Trabajó por muchos años en una pequeña tienda oscura y húmeda en la calle Rocafuerte, justo frente a la iglesia del barrio. Aquel cuarto, pobre en comodidades, se convirtió en su espacio más valioso. Allí montó una sencilla zapatería con una mesa desgastada, un puñado de hormas, hierros para golpear, suelas y algunas herramientas.

Dos pequeños niños de San Roque trabajaban con él y, además de aprender el oficio, recibían un salario digno, comida y el afecto paciente de un hombre que no necesitaba pronunciar palabra para cuidarlos como un padre.

Por su gentileza y bondad, empezó a ser conocido como el “Zapatero Descalzo”. Cobraba muy barato y, cuando el cliente era pobre, no le cobraba. Por esto, la gente comenzó a llamarlo también “El Santo Descalzo”.

Todos los lunes, sin falta, a las seis de la mañana, compraba lo necesario para la semana. Era ahorrativo con su comida, pero ofrecía a sus trabajadores pasteles, dulces y finas conservas, como si cada mañana estuviera reservada para un pequeño lujo exclusivamente para ellos.

Lo más asombroso ocurría los domingos. A las ocho en punto, el zapatero cerraba su taller y salía completamente transformado. Llevaba una hermosa chaqueta, una camisa blanca con botones de perla y gemelos de oro que parecían brillar con el sol, y un bastón con mango de marfil y plata. Empero, en medio de toda esta elegancia, sus pies seguían descubiertos, un contraste tan llamativo que muchos ciudadanos no podían evitar mirarlo.

Se dirigía a misa en total silencio, profundamente concentrado. Caminaba descalzo desde la Rocafuerte hasta el Arco de la Reina, frente al hospital de San Juan de Dios. Luego tomaba la calle García Moreno —la calle de las Siete Cruces— y llegaba a la iglesia del Carmen Alto. Entraba, rezaba un Ave María y un Padre Nuestro y luego continuaba su camino. Su última parada era la iglesia de La Compañía, donde asistía a la misa de las nueve.

Allí lo esperaba siempre el mismo sitio: un reclinatorio forrado de terciopelo rojo, donde escuchaba el servicio religioso de rodillas. Durante la ceremonia parecía entrar en un éxtasis profundo y, en más de una ocasión, algunos afirmaron haberlo visto llorar.

Muchos años después se supo la verdadera historia del “Santo Descalzo”. Era miembro de una familia aristocrática de Riobamba que había asumido una vida austera para apagar el amor que sentía por una mujer de mala reputación a la que no lograba olvidar. Así dejó su ciudad natal y se trasladó a Quito, donde, inspirado por el milagro de La Dolorosa del Colegio San Gabriel en 1906, había prometido caminar descalzo y trabajar como zapatero a cambio de recuperar su paz interior. Finalmente, lo logró, cuando se desprendió del amor que tanto lo había atormentado.

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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