Me contaron esta historia hace ya muchos años. Sucedió en Pataquí, parroquia rural del cantón Otavalo, en el tiempo que no había luz.
Un señor había tenido una reunión y luego de que esta terminó, se dispuso a regresar a su casa. Como llovía mucho, se puso el encauchado, tomó su caballo y emprendió el viaje hacia arriba. En media cuesta, empezó a sentir que el animal se detenía, que caminaba más despacio, como demorándose porque tenía más peso. Ni bien terminó de percibir el caminar lento del jamelgo, sintió ahora sí un peso muerto, algo había caído sobre el caballo y estaba tras suyo.
Se desesperó porque no podía ver nada en semejante oscuridad y la tormenta, además, no ayudaba. Por más que regresaba a ver, no lograba identificar aquello que estaba detrás suyo. Ni siquiera la luminosidad de los rayos le permitían hacerlo.
Presintió que era “él” quien había caído sobre el caballo. Entonces, sintió un frío de muerte. Sacando fuerzas de donde no tenía, regresó a ver para confirmar que era “él”. En esta ocasión logró verlo con claridad. No se había equivocado, era “él”. Todos en Pataquí hablaban en ese tiempo de “él”, pero no lo nombraban. Siguió cabalgando, más muerto que vivo, hasta que volteó nuevamente su cabeza para verle. Al hacerlo, “él” desapareció como arte de magia. El caballo que caminaba con extrema lentitud empezó a marchar con elegancia y luego, a correr tan rápido como siempre lo hacía. El hombre respiró profundamente.
¿Quién era “él”? Era Satanás. La gente de Pataquí jamás lo nombra.