Recopilación: Óscar Ruiz
En la ciudad de Ibarra vivía una joven esposa. Durante los primeros años, su hogar parecía un refugio: el marido era atento y cariñoso, y ella sonreía como quien se sabe acompañada. Pero con el tiempo la dulzura se tornó celos, los celos se hicieron gritos y los gritos se volvieron golpes.
Una noche, en medio de una fiesta, alguien la vio sonriendo a un amigo de la infancia. El marido, enceguecido, confundió la amistad con traición. La escena terminó con insultos y violencia y, desde entonces, el silencio de la pareja fue más pesado que cualquier palabra.
Se dice que una mañana ella decidió marcharse. Hizo sus maletas en secreto, pero antes de cruzar la puerta fue descubierta. Nadie sabe qué ocurrió con certeza. Lo único cierto es que nunca volvió a ser vista con vida. Dicen que el marido, dominado por la furia, selló con machete aquello que llamaba amor.
Desde entonces, muchos aseguran haberla visto vagar por las calles empedradas de Ibarra, vestida de blanco y sin cabeza, avanzando con pasos lentos en busca de los hombres que hieren con celos y humillaciones. Su sombra aparece a los violentos y los interroga con una voz extraña, que parece surgir del viento mismo. Quien se atreve a mirarla o a responderle, queda marcado por la muerte, como si en ese instante la condena ya estuviera escrita.
Otros, en cambio, cuentan que no castiga a todos. Solo a quienes olvidan que amar no es poseer, sino cuidar; a esos, la mujer sin cabeza se les aparece como advertencia, recordándoles que la furia y la violencia siempre cobran su precio.