
Recopilación: Dorys Rueda
Otavalo, mayo 1989
La historia de La Sirena de la Fuente de Punyaro ha perdurado en la memoria de los otavaleños, como una advertencia de generaciones mayores a quienes disfrutaban de los placeres sencillos de la vida en comunidad. Hace 65 años, cuando mi madre dejó Quito para casarse con mi padre, un joven obrero de la Fábrica Textil La Joya, una vecina de Punyaro le relató esta leyenda, que desde entonces quedó grabada en su memoria.
La Fuente de Punyaro no solo era un lugar para el esparcimiento, sino un símbolo de unión y alegría. Durante los domingos, sus alrededores cobraban vida con la llegada de familias enteras que buscaban pasar un día al aire libre. Los niños jugaban despreocupados, corriendo entre los arbustos o chapoteando en el agua, mientras los adultos conversaban y compartían historias. Los concursos de natación eran el punto culminante del día, con espectadores que aplaudían cada brazada como si fuera un triunfo personal. En el aire flotaban risas y canciones, mezcladas con el bullicio de los vendedores ambulantes que ofrecían delicias caseras.
Sin embargo, al caer la tarde, cuando los colores del cielo se tornaban rojizos y las sombras se alargaban, los mayores recordaban a todos que no debían quedarse hasta muy tarde en la fuente. Según ellos, el agua tenía secretos que era mejor no descubrir y la noche traía consigo el peligro de la sirena, una criatura que había habitado esas aguas desde tiempos inmemoriales.
Esta advertencia se transmitía con seriedad, especialmente a los jóvenes que no querían abandonar el lugar cuando la oscuridad empezaba a envolverlo. Los mayores insistían en que la sirena aparecía justo cuando el bullicio disminuía, cuando la soledad de la fuente podía escucharse en el eco del agua corriendo suavemente.
La sirena, decían, era de una belleza tan extraordinaria que resultaba imposible apartar la mirada de ella. Su largo cabello negro caía como un manto hasta la cintura, reflejando los rayos de la luna, y sus ojos oscuros tenían un brillo hipnótico que hacía que cualquiera que los mirara se sintiera atrapado en un sueño. Su torso desnudo mostraba una piel pálida y delicada, que contrastaba con las escamas plateadas de su cola, que resplandecía bajo el agua como un tesoro escondido.
Era conocida por su canto, un sonido que no parecía de este mundo. Quienes lo escuchaban describían que sentían cómo su corazón se aceleraba, como si una fuerza invisible los llamara. No importaba cuán fuerte fuese la voluntad de la persona, el canto de la sirena los conducía irremediablemente hacia el agua. Los hombres caían en un trance profundo, incapaces de distinguir la realidad del hechizo, y sin vacilar se lanzaban al agua, perdiéndose en las profundidades de la fuente.
Aunque para muchos era solo una leyenda, no faltaban los relatos de aquellos que aseguraban haber conocido a hombres que desaparecieron en la fuente. Los ancianos mencionaban nombres y fechas, reforzando la veracidad de las narraciones. Algunos decían que, al buscar a los desaparecidos, se encontraban sus prendas flotando en la superficie o enganchadas en las ramas de los arbustos cercanos, como si hubieran dejado este mundo sin previo aviso.
Otros relatos afirmaban que, en noches de luna llena, si uno se acercaba lo suficiente a la fuente, podía escuchar un susurro casi imperceptible. Algunos lo atribuían al viento, pero los más supersticiosos aseguraban que eran las voces de los hombres atrapados, que llamaban desde las profundidades, presos del embrujo eterno de la sirena.
A pesar de que la fuente siguió siendo un lugar concurrido durante el día, pocos se atrevían a acercarse cuando caía la noche. El temor a la sirena era real, incluso para aquellos que no creían en cuentos. Las madres cuidaban de sus hijos con más ahínco al caer la tarde y los jóvenes, aunque curiosos, rara vez desafiaban las advertencias.
Hasta el día de hoy, la Fuente de Punyaro guarda su misterio. Algunos aseguran que ya no es como antes, que la sirena se ha marchado junto con los tiempos antiguos. Pero otros insisten en que ella sigue allí, esperando pacientemente, oculta en el reflejo de las aguas tranquilas, lista para cantar una vez más y reclamar a quien ose desafiar las advertencias de los mayores.
INFORMANTE
1 María Angelita Rodríguez Hidalgo: Tumbaco: 1925- Quito: 2022
Se trasladó a vivir en Otavalo, cuando contrajo matrimonio con don Ángel Rueda Encalada, en 1952. Sus primeros recuerdos vienen del barrio Punyaro, en donde vivió sus primeros años de matrimonio. Siempre recordaba la época de esplendor de la Fuente de Punyaro, un lugar donde acudía con su esposo a distraerse los días domingos. Era el sitio preferido de las vecinas al caer la tarde, para contar leyendas que habían escuchado de la gente mayor.