Por Dorys Rueda
En los albores de la época republicana, Riobamba era todavía una ciudad pequeña, con casas de teja, calles empedradas y zaguanes oscuros que parecían tragarse a los caminantes. La electricidad no había llegado aún y la noche se iluminaba apenas con faroles de aceite que lanzaban sombras temblorosas contra las paredes de adobe. Entre esos resplandores titilantes y el silencio interrumpido por el aullido lejano de los perros, la luna llena reinaba como una testigo cómplice, propicia para los aparecidos y para los relatos de ultratumba que los vecinos murmuraban antes de dormir.
En medio de aquel ambiente sombrío vivía un joven de espíritu alegre y costumbres desenfrenadas. Bohemio empedernido, encontraba siempre un motivo para prolongar la juerga en las cantinas del centro. Con guitarra, aguardiente y risotadas, se dejaba arrastrar por la pasión del momento, olvidando las lágrimas silenciosas de su esposa, quien lo aguardaba cada noche con el corazón encogido y los ojos fijos en la puerta. Las malas lenguas aseguraban que el muchacho no solo se contentaba con beber, sino que buscaba conquistas fáciles en la oscuridad de los callejones.
Una de esas madrugadas, tambaleante y con la cabeza embotada por los vapores del alcohol, el joven emprendió el regreso a su casa. Caminaba silbando entre dientes cuando, al doblar por una esquina solitaria, distinguió la figura de una mujer. Vestía un traje negro que parecía absorber la luz de los faroles y su rostro se ocultaba tras una mantilla oscura. La desconocida se movía con paso lento y elegante y, al notar la presencia del bohemio, alzó una mano delicada haciéndole señas para que la siguiera.
Encandilado por el misterio y envalentonado por la bebida, el muchacho no dudó un instante. Avanzó tras ella a través de callejuelas desiertas donde el silencio era tan espeso que hasta el repiqueteo de sus botas retumbaba como campanadas. El aire helado descendía desde el Chimborazo y hacía crujir las maderas de las viejas portezuelas, mientras los faroles parecían apagarse uno tras otro, como si alguien soplara sobre ellos.
Cuando llegaron a una loma, la mujer se detuvo. El joven, jadeante, logró alcanzarla y le dijo:
—Bonita, ¿a dónde me llevas?
La figura no respondió. Con lentitud giró su rostro y, al descubrirlo, Carlos sintió que la sangre se le helaba. Bajo el velo no había labios tentadores ni mejillas encendidas: lo que vio fue el rostro descarnado de una calavera, con cuencas vacías que lo miraban desde la nada. Un aire fétido lo envolvió, como el aliento de una tumba recién abierta.
El bohemio cayó de rodillas con un grito sofocado. Entre balbuceos invocó a todos los santos, implorando misericordia. El terror le devolvió la sobriedad y, con las piernas temblorosas, huyó a toda prisa, tropezando con las piedras y cruzando calles como alma en pena. El eco de su propia respiración parecía perseguirlo.
Al llegar finalmente a su casa, se derrumbó en brazos de su esposa, temblando como un niño. Entre sollozos prometió enmendar su vida, abandonar las tabernas y ser un esposo ejemplar.
Lo que el muchacho jamás supo fue que aquella aparición no provenía del más allá. Su mujer, harta de lágrimas y humillaciones, se había armado de valor. Aconsejada por una vecina, se vistió de luto riguroso, cubrió su rostro con un velo y ocultó su dolor tras una careta de calavera. Esa noche, convertida en espectro, fue al encuentro de su marido para darle una lección.
El cambio del joven fue tan radical que pronto comenzó a circular la historia de su encuentro con la Loca Viuda: una figura de mirada hueca y rostro cadavérico que, según decían, se aparecía a los hombres noctámbulos para castigarlos por sus malas acciones.
El mito creció con el tiempo. La Loca Viuda se convirtió en una advertencia: aquel que descuide su hogar y se entregue a la bebida o a la infidelidad puede encontrarse con la temida figura, que lo espera en las esquinas silenciosas de Riobamba, justo cuando la luna llena ilumina los caminos.
Todavía hoy, algunos vecinos juran que en noches frías, sienten que alguien los observa. Aseguran haber visto una mujer vestida de negro que camina despacio y, aunque nadie se atreve a seguirla, todos saben que si osan mirarla de frente, encontrarán la faz descarnada de la muerte.