Augusto César Saltos
Provincia de Bolívar

 

No era posible que la gente reacia a obedecer órdenes que desde el púlpito daba el sacerdote o sus agentes las beatas, en las visitas periódicas que acostumbran hacer, no se cumplan. Pues, si la coacción física que ejercitaban en el mundo, era deficiente o porque había el temor que eficiente o no, un día el pueblo llegue a levantarse contra los ejercitadores de ella, hubo necesidad imprescindible de inventarse una coacción moral, mejor dicho, algo que tenga de sobrenatural, misterioso, que la mente humana no pueda descifrar. Parece que un buen sector del pueblo había principiado a no aceptar fácilmente cuanto se venía inventando para ponerle nervioso, timorato. Tanto se había meditado para encontrar algo que por lo menos ponga en duda de si era verdad o no, pero que no obstante, siempre tenga preocupada a la gente, y teniéndola en tales condiciones, al fin o a la postre se halle en ese estado de nerviosismo que no tenga sino que obedecer cuando se manda, oír cuanto se diga. Se encontró aquello que se buscaba. Se decía, se venía diciendo, se aseguraba que para aquella gente que vivía de la murmuración, de la vida del prójimo, sobre todo de cierto prójimo que en el plano de las consideraciones sociales no debía ser tocado ni con el pensamiento, en las noches obscuras de luna tierna, desde la terrorífica Pavana salía el redoblar de una caja cual si se tratara de un tambor de guerra, diferenciándose de éste en que el sonido de ella era pausado, ronco, sordo y lejano, un tanto fúnebre, razón por la cual se conocía con el nombre de La Caja Ronca.

Por lo regular desde las once de la noche se escuchaba el redoblar de una caja tras de la cual asegurábase iba una larga procesión de almas portando cada una de ellas una vela encendida, la misma que a la vez que servía para alumbrar en la obscuridad de la noche, era entregada a la persona que se le encontraba rondando la ciudad o que por curiosidad había salido a ver la procesión.

Y fue una noche que por cierto barrio que a unos convenía nadie trafique por ahí… que una chiquilla escuchó el taratán, tan tan… que iba acercándose, seguramente a pasar por delante de la casa. Sus padres insinuáronle rezara cuanto pueda al santo de su devoción, pues que también habían escuchado y estaban rezando. Ella que habiendo leído aquellos libros prohibidos por la Iglesia, encontrábase picada de duda, sin hacer sentir a los autores de sus días, que en grande olor de santidad rezaban la Letanía de los Santos, abrió cautelosamente la puerta de su casa y pudo mirar que en efecto dos hileras de personas vestidas de blanco, iban por las aceras de la calle portando cada cual una vela encendida que daba una luz verde obscura. Por media calle como precidiendo aquel desfile, iba una persona vestida de rojo, tocando la caja. La última de la hilera entregó la vela a la chiquilla. Quedó mirando hasta que se hubo perdido allá distante y apenas se oían los redobles. Entró a su cuarto, sin ser sentida por sus padres, volvió a acostarse en su cama luego de apagarla, colocándola sobre la mesa para no acordarse de ella sino al siguiente día que al despertarle   sorprendió ver que en vez de la vela que recibió la noche anterior, reposaba ahí una costilla de muerto.

La curiosidad de personas que querían investigar misterios de la otra vida, tenía que irremediablemente sufrir estas consecuencias; peor aquellas que en las noches dedicaban sus horas a la lectura de obras prohibidas, en vez de rezar o concentrar su imaginación en los tormentos de Infierno o los goces del cielo. De ahí que, lo aconsejado para todos los hogares católicos era: después del chocolate a las seis, puestos de rodillas, rezar el Santo Rosario y la Letanía, luego apagar el candil y echarse a dormir roncando como una caldera de agua en ebullición.

 

Tradiciones y Leyendas, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Bolívar, 1986.

Portada cortesía Diario El Univarso:

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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