
PROVINCIA DE SUCUMBÍOS
Hay historias que duermen en el silencio de los bosques y esperan ser contadas otra vez.
Cuando leí la leyenda de la anaconda escrita por Vinicio Ortiz, me conmovió su fuerza y su ternura ancestral.
Decidí reescribirla para que más lectores pudieran escuchar su canto y descubrir, entre sus aguas, el misterio sagrado del amor y la naturaleza.
Dicen que en los bosques amazónicos, donde los árboles se inclinan sobre el agua y la neblina parece rezar, aún puede oírse el canto de una muchacha junto a una laguna sin nombre.
Los mayores aseguran que, cuando el sol cae y el aire huele a hojas y a lluvia, el agua se estremece como si respirara.
Cuentan que, hace mucho tiempo, vivía una joven que amaba aquella laguna más que a nada en el mundo.
Cada mañana bajaba a lavarse el cabello y a contemplar el reflejo del cielo.
Desde las profundidades, una anaconda la observaba, fascinada por su calma y su belleza.
Con el tiempo, tomó forma humana y emergió como un joven de mirada serena.
Ella no sintió miedo; lo reconoció como si siempre lo hubiera esperado.
Desde entonces, el río fue testigo de su amor.
Se encontraban al amanecer, cuando el sol convertía el agua en oro líquido.
Él le hablaba del lenguaje del viento y del rumor de las raíces; ella le contaba los sueños que el agua le dejaba en la piel.
Era un amor secreto, nacido del silencio y la naturaleza.
Pero un amor así no pasa desapercibido.
El hermano de la joven, intrigado por sus ausencias, la siguió hasta la laguna.
Al verla frente a una enorme serpiente, creyó que el animal iba a devorarla y atacó con furia.
El agua se tiñó de rojo.
La muchacha gritó y trató de detenerlo, pero era tarde: el espíritu del agua se desvaneció entre sus manos.
Dicen que esa noche la luna no se reflejó en la laguna.
El bosque guardó un silencio tan profundo que ni los grillos se atrevieron a cantar.
La joven lloró hasta quedarse sin voz y sus lágrimas formaron pequeñas ondas que nunca llegaron a romperse.
Con el tiempo, descubrió que esperaba un hijo.
El niño nació con la piel dorada y unos ojos antiguos, como si recordaran otro mundo.
Madre e hijo acudían cada día a la laguna.
Allí reían, nadaban y escuchaban el murmullo del agua, hasta que una mañana una anaconda emergió y habló:
—No temas —dijo con voz profunda—. Soy tu tío. Vengo a llevarte con los tuyos.
El niño llamó a su madre y juntos se sumergieron.
Sus cuerpos comenzaron a transformarse: la piel se volvió escamosa, los ojos brillaron con luz dorada y el agua los envolvió hasta cerrarse sobre ellos.
Desde entonces, nadie volvió a verlos.
Dicen que, en las noches sin luna, dos anacondas emergen juntas para contemplar la superficie, como si buscaran el reflejo de un amor que no murió.
Los viajeros aseguran que, a veces, el agua se ilumina por un instante y se escucha un canto lejano, como si la laguna recordara su historia.
Algunos afirman que ese canto trae fortuna a los corazones nobles, pero desgracia a quienes se acercan con codicia.
Por eso, los ancianos repiten la advertencia con voz baja:
“Respeta las lagunas, porque en sus profundidades habitan espíritus que aman y castigan a su manera”.
