Durante más de cien años, el fantasma había rondado los rincones del antiguo Mercado 24 de Mayo, en el corazón palpitante de Otavalo. Habitaba una vieja casa oculta entre los portales, donde aún resonaban las voces de los vendedores y el ritmo apurado de quienes iban y venían entre los puestos. Ese lugar, que alguna vez fue un centro de movimiento y algarabía, transformó con el tiempo su bullicio en silencio: hoy es la gran Plaza Cívica, amplia, solemne y casi siempre vacía al anochecer. Pero él no se marchó. Permaneció allí, como si su existencia estuviera tejida al recuerdo del sitio. Porque aunque los toldos se levantaron y los comerciantes se dispersaron, bajo las losas aún late, imperceptible, el antiguo espíritu del mercado.
A veces se detenía junto a las enormes esculturas de lunas —esas de casi tres metros de altura, dispersas como vigías silenciosas alrededor de la plaza—, como si esperara que alguien llegara a hacerle compañía. Luego recorría los antiguos pasillos del mercado —hoy cubiertos por las baldosas frías de la Plaza Cívica—, evocando los ecos de un tiempo que solo él recordaba.
Si veía a una persona aproximarse, se preparaba con esmero: ajustaba su túnica desgarrada, hacía tintinear las cadenas con ritmo cuidadosamente ensayado y deslizaba su vela temblorosa con precisión escénica. Pero nadie lo notaba. La gente pasaba frente a él sin alzar la mirada, apresurada, distraída, atrapada en la pantalla de sus teléfonos o extraviada en el laberinto de sus pensamientos.
Hasta que, una noche, vio a lo lejos una figura que reconoció de inmediato. Era Dorys Rueda, la otavaleña que cruzaba la plaza escribiendo en una pequeña libreta. Tal vez reconstruía una leyenda que se negaba a morir o tal vez anotaba una historia nueva que apenas comenzaba a tomar forma.
Convencido de que aún podía sorprender a alguien y sintiendo que por fin tenía una oportunidad real de recuperar su antiguo esplendor, flotó con determinación hasta interponerse en su camino. Se colocó en el centro exacto, tomó aire y con toda la fuerza de sus entrañas incorpóreas, soltó su mejor grito:
—¡BOO!
Dorys alzó la vista, levemente sorprendida, pero en absoluto asustada y observó al fantasma. Luego frunció apenas el ceño y murmuró con tono casi maternal:
—¿Eso fue un susto o estás practicando para el teatro?
El espíritu se quedó congelado —más de lo habitual—, sin saber si había fallado o si aquello era un nuevo tipo de temor moderno.
—Es que… antes funcionaba —balbuceó, con un leve chasquido de cadena avergonzada.
Dorys esbozó una sonrisa amable.
—No te preocupes, también me pasa cuando cuento chistes que solo yo entiendo.
—Es que ya nadie me mira…
—Yo sí te vi —le respondió—. Apareciste justo a tiempo para ser parte de mi historia.
El fantasma parpadeó, sorprendido.
—¿Una historia? ¿De miedo?
—No —respondió ella, mientras abría de nuevo su libreta—. Para que no te olviden. Que no es lo mismo.
Y así, sin más, Dorys se alejó. El ánima la siguió con la mirada y, por primera vez en décadas, no se sintió ridículo, sino parte de algo.
Esa noche, se encerró en su rincón más oscuro, abrazado a su vela apagada y escribió en su diario de lamentos:
"Día 36.500 sin asustar a nadie”.
Decidió entonces darse un respiro. Si iba a estar condenado a la eternidad, que al menos fuera sin estrés. Abrazó la idea de una existencia más ligera, sin la presión de espantar a nadie y se entregó a los pequeños placeres que solo la noche sabe ofrecer.
Se volvió un experto en contemplar las luces del alumbrado lejano, esas que apenas alcanzaban a iluminar los bordes de la plaza. Titilaban como párpados vencidos por el cansancio, dándole a la noche un aire de ensayo general mal iluminado. A veces seguía con la mirada a los gatos callejeros que cruzaban con la altivez de emperadores en exilio, caminando como si todo el suelo les perteneciera. A uno de ellos incluso le puso nombre: Don Bigotes, un tricolor engreído que lo ignoraba con la indiferencia de quien ha visto cosas más extrañas.
Inspirado por la amplitud de la plaza y el silencio que la envolvía cada noche, comenzó a verla de otro modo. No era solo un lugar, claro que no. Era un escenario. Su escenario. Un teatro al aire libre donde las lunas servían de escenografía y él, el único actor en pie, esperando su gran función.
Desde entonces, se entregó al teatro con devoción fantasmal. Eligió su obra maestra: Hamlet, de William Shakespeare, la más apropiada para alguien en su condición. Por supuesto, se reservó el papel del Rey Hamlet, el padre asesinado que vuelve desde el más allá. Un personaje que, según él, nadie podría interpretar con más autenticidad.
Se paraba frente a una de las lunas de cemento y comenzaba su acto con voz temblorosa y grave:
—¡Hamlet, soy tu padre! ¡Desde el reino de las sombras vengo a clamar justicia! ¡Fui asesinado mientras dormía, sin confesión ni comunión! ¡Qué tragedia la mía, qué deshonra la tuya si no vengas mi muerte!
En ocasiones, improvisaba con entusiasmo:
—¡Ay, Hamlet, hijo mío! Si no haces nada pronto, me van a echar de esta plaza.
Las lunas eran su público mudo y fiel. Al terminar cada parlamento, las miraba con ternura y luego hacía una reverencia solemne, arrastrando su túnica con un aire de actor veterano. Aunque no había aplausos, él los imaginaba resonando en la plaza vacía, como un eco del más allá.
Poco a poco, sin que nadie lo notara, Don Bigotes empezó a quedarse. Al principio lo observaba desde lejos, como quien no quiere involucrarse demasiado. Pero con el tiempo, eligió una esquina específica de la plaza y comenzó a asistir cada noche.
Se convirtió así en el primer y único ser viviente que presenciaba sus funciones. A veces, levantaba una oreja en señal de aprobación; otras, bostezaba largamente en medio del acto, lo que el fantasma interpretaba como una crítica seria, digna de un espectador con gusto por lo clásico.
—Hoy no estuvo mal, ¿verdad, Don Bigotes? —murmuraba el espectro al terminar—. Solo faltó un poco más de proyección en el tercer acto. Y menos lamentos o más, según tu criterio.
Don Bigotes, imperturbable, se lamía una pata.
Era una amistad silenciosa, discreta, pero auténtica. Y el fantasma, por primera vez en su eternidad, sentía que tenía un espectador y quizás, un amigo.
Pero entre un acto y otro, empezó a notar cosas que le inquietaban. En los rincones más oscuros de la plaza se reunía gente que claramente no venía por el teatro. Algunos bebían sin respeto, como si estuvieran en una taberna invisible y más de una vez el fantasma vio a pillos merodear tras ciudadanos desprevenidos, con intenciones nada santas.
La Plaza Cívica —ese rincón sereno que tanto amaba, su santuario de memorias, brumas y monólogos dramáticos— se estaba llenando de sombras que no eran suyas. Y eso, francamente, le molestaba.
Una noche, mientras afinaba su entrada del segundo acto, lo pensó en voz alta, aunque nadie pudiera oírlo:
—Esta plaza necesita a alguien que la cuide. Y yo estoy disponible las 24 horas: sin sueldo, sin feriados y, por supuesto, sin miedo.
Hizo una pausa. Don Bigotes se estiró y se volvió a enrollar como si dijera: haz lo que tengas que hacer.
Y así, sin más trámites ni juramentos, el fantasma asumió su nuevo rol: Guardián nocturno honorario de la Plaza Cívica. Eso sí, sin abandonar el teatro. Porque —como él mismo decía— uno puede vigilar y actuar al mismo tiempo, sobre todo cuando ya no necesita dormir.
Decidido a profesionalizar su labor, se inscribió en un curso en línea titulado “Seguridad Ciudadana”, promovido por la Cámara de Comercio de Otavalo para fortalecer la vigilancia en los negocios del centro. Como el formulario no incluía la opción “fantasma”, se registró con discreción como “ciudadano con vocación de servicio”.
Tomó las clases desde una laptop olvidada en una oficina cerrada desde la pandemia. El aparato, contra todo pronóstico, aún tenía batería y una tecla “enter” un poco floja. Para manejarlo, el fantasma recurría a su método favorito: deslizaba los dedos con suaves toques de energía ectoplásmica y, cuando eso fallaba, soplaba con precisión quirúrgica hasta que el cursor obedecía.
Aprobó el curso con honores. El sistema, sin sospechar su naturaleza etérea, le envió automáticamente una insignia virtual y un diploma descargable. Él, entusiasmado, lo imprimió en papel transparente con ayuda de una impresora antigua que había quedado atrapada en modo "funcionamiento esporádico" desde el 2020 y que parecía funcionar mejor cuando alguien del más allá la motivaba. Colgó el documento simbólicamente en la pared invisible de su rincón encantado, justo al lado de su "diploma" de actuación shakesperiana autoconcedido tras años de funciones sin público.
Como todo vigilante que se respete, también decidió renovar su imagen. La túnica blanca y raída fue oficialmente retirada del servicio activo y doblada con honores en una esquina invisible. En su lugar, se confeccionó un traje nuevo con esmero espectral.
Lucía una camisa negra que flotaba con elegancia, sin una sola arruga (gracias al viento otavaleño que le servía de plancha), una gorra bordada con las iniciales PCO —Plaza Cívica Otavalo— que usaba ladeada, como quien patrulla con actitud. Se ciñó un cinturón imaginario, donde colgaba una linterna que no alumbraba absolutamente nada, pero que imponía respeto por su forma cilíndrica y su aura misteriosa. Completaba el atuendo una placa brillante hecha con papel aluminio del más allá, cuidadosamente moldeada con forma de estrella y grabada con un punzón que solo los espíritus saben usar.
Incluso ensayaba su marcha con firmeza, haciendo un par de giros cada tanto, como si esperara una inspección sorpresa del alto mando celestial.
Y cuando se cruzaba con Don Bigotes, lo saludaba con un leve toque en la visera, como todo buen agente con alma de actor.
Empezó con emoción sus patrullajes. A los bebedores ruidosos les soplaba en la nuca con precisión milimétrica, lo justo para que se les cortara la risa y el vaso temblara entre las manos. A los que merodeaban con intenciones oscuras, les susurraba murmullos de ultratumba, mezcla perfecta entre amenaza del otro mundo y consejo maternal, como si una abuela fantasma les hablara desde el más allá:
—Mijo, eso que piensas hacer no te va a salir bien.
—Hay cámaras, hay karma, y estoy yo.
—La última vez que alguien robó aquí terminó vendiendo enciclopedias puerta a puerta en el limbo.
El efecto era inmediato. Algunos salían huyendo, santiguándose con torpeza, pidiendo perdón en voz alta y jurando no volver ni de día. Otros, los más tercos, se quedaban paralizados unos segundos, debatiéndose entre el miedo y la duda, sin saber si lo que acababan de oír era real o si ya les estaba haciendo efecto la cerveza barata. Pero al final, todos terminaban igual: corriendo sin mirar atrás, como si el susto los hubiera empujado de golpe hacia la sobriedad.
Una noche incluso hizo levitar una botella y la giró lentamente en el aire mientras murmuraba con solemnidad:
—Este líquido es testigo, esta plaza es sagrada y tus intenciones son cuestionables.
Desde entonces, la leyenda se esparció por los callejones: en la Plaza Cívica hay un guardia que no se ve, pero que sopla fuerte y juzga bajito.
Y así, sin violencia, sin esposas ni alarmas, el fantasma impuso el orden. Con estilo, con sutileza y, por supuesto, con una puesta en escena impecable.
Los vecinos del Barrio Central, donde se encontraba la plaza, le habían tomado un aprecio sincero. Lo cuidaban como a un abuelo invisible y lo mencionaban en sus conversaciones con la naturalidad de quien habla de un viejo conocido que nunca se fue. Para ellos, no era un fantasma, sino parte del barrio, solo que un poco más etéreo que los demás. Algunos incluso le dejaban ofrendas simbólicas: flores frescas colocadas con respeto junto a las lunas, tapitas de botella organizadas en forma de estrella y papelitos escritos a mano, rebosantes de cariño y de ortografía creativa.
Una señora le tejió una bufanda con los colores de la bandera de Otavalo y la dejó doblada sobre una luna, junto a una nota que decía: “Por si en algún momento siente frío, Don Fantasma”.
Y una niña, más práctica que poética, colgó en una de las puertas de la plaza un cartel hecho con cartulina rosada y letras de colores que decía: “Gracias, Don Fantasma, por cuidar a mi mami cuando regresa del trabajo.”
Una noche, mientras Don Bigotes dormitaba plácidamente sobre una de las lunas —que se había convertido en su rincón habitual—, el fantasma la vio cruzar. Era la escritora. Habían pasado algunas semanas desde la noche en que la vio por primera vez.
Se paró frente a ella con cuidado, sin dramatismos y la saludó con una voz casi imperceptible, suave como bruma:
—Buenas noches.
Ella se detuvo. No se sorprendió. Sonrió. Sintió aquel saludo como algo antiguo, familiar, como una melodía olvidada que de pronto regresaba. Él le contó de sus funciones teatrales, sus patrullajes silenciosos, su curso en línea, los sustos selectivos y, por supuesto, la crítica exigente de Don Bigotes. Ella le habló de las leyendas que recogía, de las palabras que la perseguían al escribir, de una infancia llena de cuentos y de su amor por todo lo que sigue vivo, aunque nadie lo vea.
A partir de esa noche, quedó sellada una complicidad invisible entre ambos.
Y así fue como la Plaza Cívica quedó, sin decreto ni ceremonia, bajo la custodia —y la dirección artística— de un fantasma con alma de actor, corazón de poeta y vocación de vigilante nocturno.
Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.
Dorys Rueda
Otavalo, 1961
Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.
Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025), Entre Versos y Líneas (2025), Cuentos de sueños y sombras (2025), Leyendas y magia de Otavalo (2025), y Reflexiones (2025).
Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).