Por Dorys Rueda

 

Esta leyenda toma como base el relato de Miguel Castillo (Guayaquil, 1982), recogido en la antología Cuento popular ecuatoriano, compilada por Abdón Ubidia (Colección Ariel, 1993).

De aquella voz que viajó del cacao al papel nace esta nueva versión, tejida entre la memoria y los murmullos de Vinces, donde el pasado aún respira en los ríos y en las viejas haciendas.

Así se inicia la historia:

En la provincia de Los Ríos, cuando el cacao era llamado la pepa de oro y las haciendas olían a tierra húmeda y madera recién cortada, vivía un hombre singular. Se decía que había nacido entre los surcos y que jamás aprendió a leer ni a escribir, pero conocía el lenguaje de las lluvias, de los ríos y de los árboles que daban fruto. Su fortuna crecía con cada cosecha, y con ella también su gusto por los viajes y las aventuras.

Dicen que después de una abundante recolección, el agricultor decidió cruzar el mar. Llegó a París, ciudad de luces y promesas, donde el cacao ecuatoriano era ya un tesoro exótico. Allí conoció a una mujer de belleza inquietante, mirada triste y sonrisa que escondía demasiadas historias.

Vivía entre sombras y espejos, en un lugar donde el amor se compraba por horas y la soledad se disfrazaba de perfume. Él, movido por un impulso más cercano a la ternura que al deseo, quiso darle una vida distinta. La sacó de aquel sitio, la llamó “mi dama” y la trajo consigo a su hacienda en Vinces.

El agricultor, que gustaba de llamarse a sí mismo el “Conde de Mendoza”, vivía rodeado de cacao, lagartos y rumores. En sus tierras había grandes pozos donde criaba aquellos animales para vender su valioso cuero, negocio que le aseguraba una riqueza aún mayor. Pero el alma de su dama no encontraba sosiego. Era una mujer de fuego, de pasiones encendidas, que buscaba afecto en cada mirada. Se decía que tenía un corazón que amaba demasiado o que simplemente no sabía estar sola.

Muchos hombres del lugar —peones, mayordomos, jóvenes que cortaban leña o traían agua— sucumbían al hechizo de su belleza. Y cuando el Conde regresaba de sus viajes, la mujer, temerosa de sus celos, inventaba historias: decía que aquellos hombres habían intentado faltarle al respeto. El Conde, sin más palabra que su ira, dictaba la sentencia que todos conocían:

—¡A la lagartera!

Los peones sabían lo que eso significaba. Los lagartos, enormes y voraces, esperaban en los pozos del fondo de la hacienda. Nadie regresaba de allí. Se dice que el agua de aquellos estanques aún guarda un murmullo, como si las almas hablaran bajo la superficie.

Con el tiempo, la mujer también desapareció. Algunos contaron que huyó una noche, cansada del miedo y del encierro; otros juraban que el Conde la había mandado al mismo destino que a los demás. Desde entonces, cuando el río crece y el viento sopla desde los esteros, los pobladores de Vinces aseguran ver una figura vestida de blanco caminar entre los manglares, buscando al hombre que la amó y la condenó.

Y así quedó en la memoria del pueblo la leyenda del Conde de Mendoza, el hombre del cacao, de los lagartos y de una pasión que terminó devorando todo a su alrededor.

 

Visitas

005190634
Today
Yesterday
This Week
Last Week
This Month
Last Month
All days
4543
4506
11439
5142949
16462
152509
5190634

Your IP: 142.44.220.108
2025-11-04 21:42

Contáctanos

  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

Siguenos en