Por: Humberto Oña Villarreal y Ketty Ruales de Oña
Chauma era el más acreditado cacique de los daulis, pues había resuelto terminar sus días, dedicado únicamente al cariño de su hija Mina, la gentil doncella, cuya hermosura celebrara el vuelo en tiernas melodías, llamándola: “Estrella de la Mañana”.
Observó Chauma, que la alegría se había borrado del rostro de su hija y que solo había tristeza.
Una noche de tormenta, en la cabaña de Chauma, un hombre entró tiritando de frío y se desplomó junto al fuego. Momentos después se incorporó, y era un extranjero quien al fijar los ojos en la joven se alegró y gritó:
¡Mina!...¡Mina!
La muchacha se puso lívida, el cacique preguntó:
¿Quién es ese hombre? –Mina contestó vacilante: -Él es un blanco del cual me enamoré, me casé con él y soy cristiana. Un sacerdote bendijo nuestra unión.
-Voy a avisar a mi padre, que te pertenezco –supliqué a mi esposo.
Bien, anda, que si no vuelves en diez días, iré yo a buscarte.
Chauma había escuchado con atención y sin articular palabra al relato de su hija:
-Mina- pronunció con gravedad- Tú eras el único consuelo de mi existencia.
¡Qué mal me pagas! ¡Reniegas de tu raza y creencias! Te abandono a tu suerte, pero por los dioses, que tu espíritu, al separarse de tu cuerpo no encontrará descanso en sitio alguno y vagará eternamente sobre las aguas, y así, él de todos sus descendientes, para ejemplo de las malas hijas. ¡Maldita seas!
Pasó el tiempo y Mina se enteró que su padre había muerto. Mina sentía que iba a ser madre. Llamó a su esposo y apretándolo contra su pecha, le arrancó un juramento:
Si muero, no me pongas bajo tierra, colócame en un ataúd, y sin taparlo, lánzame así al río. Igual si mi hijo muere, así conviene, amado mío.
Los presentimientos de Mina se cumplieron, murió y su hijo también.
El desolado esposo fabricó un ataúd, lo mejor que pudo y colocó el cuerpo de Mina, acomodando sobre sus brazos, el del niño, su hijo. Remó hasta llegar a medio río, soltó el remo y cumplió la sagrada promesa hecha.
Llegó el momento, hizo un movimiento brusco, dejando escapar copiosas lágrimas, alzó la caja, la colocó sobre la canoa y la lanzó a la corriente.
¡Oh sorpresa! El ataúd, en lugar de hundirse, permaneció fijo sobre la superficie. Después partió como una flecha en dirección de ribera más lejana.
Desde aquel día y ya suman miles, hace sus apariciones en nuestros ríos, el fantástico ataúd, especialmente durante las negras noches invernales.
Leyendas, Tradiciones, Relatos, Anécdotas, Variedades del Ecuador, 2004.
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