Por: Enrique Freire Guevara

 

En la entrada a la parroquia El Progreso, a pocos metros de la cárcel de Chatam existen dos envejecidos árboles de mango que a pesar de follaje abundante y florecimiento continuo jamás produce fruto.

En torno a este fenómeno los habitantes del lugar comentan:

Eran los oscuros tiempos del terror y el alarido en que rostros desfigurados de espanto huían del garrote y el fusilamiento; los perros peleaban sobre cuerpos agónicos y amanecían cadáveres colgados de los árboles.

¿Pero qué acontece con las plantas estériles?

Están poseídas del maligno, dicen unos, porque allí penan las almas de los fusilados; otros aseguran que es en duelo por los niños muertos.

A pesar de la crueldad de los hombres, por aquellos tiempos la naturaleza era tan pródiga en regalar frutos que desgajaban las ramas, sin embargo para los esclavos estaban prohibidos mediante castigos que en veces les causaba la muerte.

No obstante, el hambre era insoportable y los niños agonizaban prematuramente en los duros quehaceres de la hacienda. Una organizada red de espías controlaba movimientos, palabras, intenciones con oídos atentos y miradas listas a la denuncia. Nada se ocultaba al amo y todo se movía conforme su más leve insinuación.

Los árboles de mango ocultos entre la maleza ostentan provocativos racimos que en veces caían desgajados. Todo calculaba y prevenía la red de espías…

Una tarde en que el sol rielaba sus pinceladas moribundas en el paraje solitario, el hambre indujo a dos niños a escurrirse por entre la vegetación para encaramarse en los árboles con ansias devoradoras

Al parecer nadie trajinaba por el sitio silencioso, pero el patrón pronunció tres palabras…trágicas, terribles. Terribles palabras cual disparos mortales.

-¡Átelos donde estén…!

Llegaron los verdugos al pie de los árboles armados de cabestros. Aterrorizados los niños comprendieron tardíamente su error. Inmóviles junto a las ramas quedaron en silencio tembloroso.

Los esbirros que tenían miradas felinas cumplieron la orden con saña diabólica. Cada niño quedó fuertemente atado a su rama.

La noche fue traspasada por desgarrantes ayes infantiles y por gemidos en el interior de cada choza. Los esclavos iban y venían de los trabajos con rostros caídos y miradas tristes. Apenas se rumorea en la tarde siguiente los estertores finales de cada moribundo. Al tercer día todo era silencio de tumba. El patrón jamás contradecía  sus órdenes…

Pasaron los días con su bagaje de dolor y lágrimas. El aire iba tornándose pesado, mal oliente, hedores de carroña y fruta madura infestaban al ambiente nublado por aves de rapiña.

Por mucho tiempo quedaron las osamentas atadas a las ramas hasta que iban desprendiéndose para blanquear los almácigos del pie de las encinas.

En adelante la gente que pasaba junto al lugar de suplicios, se santiguaba rezando entre dientes alguna invocación piadosa.

Desde entonces cuenta la leyenda que los árboles de mango se secaron por algún tiempo y si después tornáronse a vestirse de follaje no volvieron a dar fruto jamás.

Leyendas de Chatam, Casa de la Cultura Ecuatoriana Quito, 1993.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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