LOS RÍOS DEL AHORA
no es el alba
no es la luna
no es el espejo
no es el silencio
es el agua
el agua descolorida
es mar del pasado
son lagunas de futuro
son ríos del ahora
quebradizos
estáticos
es el amor
a medias
a sorbos
a gotas
arrítmicas
son las olas
su violencia
la lluvia
su escorrentia
un jarrón impasible
que bosteza
Criss Ordóñez
COMENTARIO
Dorys Rueda, 2025
TIEMPO, AFECTO Y DESENCANTO
LA TEMÁTICA
El paso del tiempo es uno de los temas que surge en el poema Los ríos del ahora de Criss Ordóñez. Aparece expresado en tres dimensiones distintas: “es mar del pasado”, “son lagunas de futuro” y “son ríos del ahora”. La escritora menciona, de esta manera, tres momentos de la vida, evocando cómo los recuerdos, los anhelos y lo que ocurre en el presente conviven dentro de la experiencia del yo lírico. Este transitar entre tiempos sugiere una conciencia profunda del devenir, de la transformación constante de lo vivido.
El amor es otro de los temas centrales del poema. No se trata de un amor pleno ni constante, sino de uno que llega “a medias / a sorbos / a gotas / arrítmicas”, es decir, de manera fragmentada e irregular. No fluye con naturalidad, sino que se entrega en dosis mínimas, como si se dosificara con esfuerzo o reticencia. Esta forma de amar, entrecortada y sin ritmo, evidencia una relación afectiva debilitada.
El texto también plantea la temática del desgaste afectivo y de la apatía.
La imagen final de “un jarrón impasible / que bosteza” introduce una nota de cansancio, de rutina o de desconexión emocional. El jarrón, como figura inmóvil y sin respuesta, sugiere que lo que antes pudo haber contenido algo valioso ahora simplemente existe, sin compromiso ni emoción. El bostezo, asociado al tedio, refuerza esta sensación de un vínculo que ha perdido vitalidad.
LOS RECURSOS LITERARIOS
El poema de Criss Ordóñez arranca con una serie de negaciones encadenadas: “no es el alba / no es la luna / no es el espejo / no es el silencio”. Esta anáfora negativa crea una atmósfera de búsqueda y exclusión, descartando imágenes tradicionales de la poesía —como el alba y la luna, ligadas a la esperanza o al amor ideal—, para introducir una revelación inesperada: “es el agua”. El efecto de esta negación sistemática es generar tensión y expectativa en el lector, quien se ve obligado a abandonar lo conocido y abrirse a una nueva imagen poética que ocupa el centro emocional del poema. Así, el agua aparece no como un elemento decorativo ni purificador, sino como símbolo cargado de contradicciones: está “descolorida”, lo que sugiere pérdida, desgaste, fatiga emocional. Esta elección rompe con su simbolismo tradicional y plantea una lectura más humana y dolorosa de lo que fluye, lo que se transforma y lo que se pierde.
Versos como “es mar del pasado / son lagunas de futuro / son ríos del ahora” y “a medias / a sorbos / a gotas / arrítmicas” evidencian un uso marcado de la enumeración y el paralelismo. En la primera serie, la autora organiza las imágenes del agua según una línea temporal, lo que permite visualizar el paso del tiempo en diferentes estados: el pasado como mar, inmenso e inevitable; el futuro como laguna, detenida y confusa; y el presente como río, frágil y quebradizo. En la segunda, se enfatiza un amor fragmentado, que no fluye sino que se administra con medida irregular. Estas estructuras paralelas otorgan ritmo, coherencia y una cadencia que sostiene el tono introspectivo del poema.
El texto está atravesado por metáforas que convierten lo tangible en emoción. Cuando se dice “es mar del pasado”, se está equiparando la inmensidad del recuerdo con la vastedad del mar, mientras que las “lagunas de futuro” sugieren no solo pausa e incertidumbre, sino también vacíos. La imagen del amor servido “a sorbos” transforma una acción cotidiana en una metáfora de lo escaso, de lo que se da sin plenitud. Estas comparaciones cargan cada verso de una significación más amplia que trasciende lo literal.
La adjetivación también cumple un rol expresivo clave. Palabras como “descolorida”, “arrítmicas”, “quebradizos” o “estáticos” no solo califican elementos del poema, sino que transmiten un estado anímico. Lo descolorido remite a lo apagado, a lo que ha perdido intensidad; lo arrítmico sugiere una pérdida de armonía; y lo estático, una ausencia de movimiento vital. Estas palabras densas en contenido emocional intensifican el clima poético y ayudan al lector a conectar con las sensaciones del yo poético.
Una de las imágenes más potentes del poema aparece al final, cuando se lee: “un jarrón impasible / que bosteza”. Esta personificación dota a un objeto inerte de una cualidad humana: el bostezo, asociado con el tedio, la rutina o el cansancio. El jarrón, normalmente decorativo y silencioso, aparece aquí como símbolo de un desgaste emocional que ya no puede ocultarse. Su impasibilidad no es sinónimo de calma, sino de una especie de resignación, de vacío expresivo.
Criss Ordóñez también recurre al contraste como forma de sugerir conflicto interno. La oposición entre el agua, —elemento en movimiento— y el jarrón —objeto rígido— expresa la tensión entre lo que fluye y lo que se contiene. Del mismo modo, las gotas suaves frente a las olas violentas o la escorrentía desbordada frente al amor servido “a sorbos”, muestran cómo conviven en el poema distintos niveles de intensidad emocional. Estas oposiciones refuerzan la inestabilidad afectiva que atraviesa todo el texto.
EL IMPACTO EN EL LECTOR
El poema de Criss Ordóñez deja en el lector una sensación de desnudez emocional que persiste más allá de la lectura. Su brevedad no reduce su profundidad; al contrario, cada imagen parece abrir una grieta íntima, invitando a quien lee a detenerse, a mirar hacia adentro. No hay una búsqueda de consuelo ni un cierre esperanzador, sino una exposición honesta del desgaste, de lo que ya no fluye. Esa honestidad conmueve. La combinación entre lo implícito y lo concreto activa en el lector recuerdos, heridas o emociones propias que, aunque no se nombran directamente, se sienten interpeladas. La última imagen, tan inesperada como certera —“un jarrón impasible / que bosteza”— no solo cierra el poema, sino que lo amplifica: deja un eco de silencio, de rutina, de cansancio, que muchos reconocerán como propio, sin necesidad de explicaciones. Esa es, quizás, la mayor fuerza del texto: su forma de nombrar con sutileza lo que muchas veces permanece oculto o silenciado.