Esta anécdota me la contó mi sobrino este fin de semana. Comparto con ustedes esta historia.
Tengo 22 años, curso el último semestre de Derecho en la Universidad de Otavalo y, aunque nací en Ibarra, me considero otavaleño de corazón. Mis abuelitos viven aquí, en esta tierra donde el aire huele a poncho recién tejido, a mercado bullicioso y a maíz tostado. Sus calles parecen guardar secretos antiguos: entre los puestos de frutas y artesanías aún se escuchan, para quien sabe prestar oído, los ecos de leyendas narradas al calor de un fogón o bajo la luz temblorosa de una vela. Y si hablamos de su comida autóctona, la fritada es un festín, el yamor una caricia al paladar y las empanadas son joyas doradas que, si hubiera justicia en el mundo, tendrían su propio día festivo y un lugar asegurado en la lista de Patrimonio de la Humanidad.
Además de ese orgullo local, tengo una presencia que no pasa desapercibida. Soy alto, de contextura fuerte y, como dicen algunos amigos, “de esos que si te cruzas en un callejón oscuro, saludas con respeto, aunque yo solo vaya corriendo porque creo que el profesor ya cerró la puerta del aula”. No sé por qué, pero casi todos, apenas me ven, me atribuyen pasaporte colombiano, cédula venezolana o, con suerte, acento guayaco. Y no falta quien lo diga con tal seguridad que dan ganas de seguirles el juego con un acento improvisado. Una vez, un señor me miró fijo y soltó:
—¡Ah, usted es de Medellín, fijo!
Yo solo sonreí y le devolví la mirada como si hubiéramos compartido un viejo secreto que ninguno de los dos pensaba revelar.
Pero hace poco me ocurrió lo inimaginable. Tenía en mi poder dos tesoros familiares: un reloj heredado de mi abuelito y otro de mi bisabuelito. Dos piezas hermosas, de esas que te transportan a una época en que sus dueños caminaban con sombrero de copa, traje y corbata. Por lo valiosos que son para mí —y no hablo de dinero, sino de valor sentimental— decidí llevarlos al relojero para una limpieza especial, de esas hechas con mimo y paciencia. Los guardé en el bolsillo y emprendí el camino como quien transporta el mismísimo Santo Grial. Cada paso era calculado, manteniendo la distancia justa con la gente, por si a alguno se le ocurría tropezar conmigo y mandar los relojes directo al suelo.
Llegué al taller del señor relojero, ese pequeño local donde, literalmente, el tiempo parece haberse detenido. Lo saludé con la educación que me inculcaron en casa: firme, claro y mirando a los ojos. Con la misma solemnidad con la que un embajador entrega un tratado, coloqué los relojes sobre el mostrador y le pedí que los revisara.
El hombre tomó el primero, lo giró entre sus manos, lo acercó a la luz y frunció el ceño. Luego pasó al segundo y repitió el ritual, pero esta vez empezó a mirarme de reojo. No era una mirada cualquiera; era ese tipo de mirada que mezcla curiosidad y sospecha, como la que te lanza un guardia de seguridad cuando entras a una tienda con mochila. Iba de los relojes a mí y de mí, a los relojes, en un constante ping-pong visual.
Entonces llegó la pregunta del millón, la que en las películas de policías viene justo antes de encender la grabadora:
—¿De dónde sacó estos relojes? ¿Son suyos?
Lo dijo con una voz lenta, como esperando que yo titubeara o sudara frío. Por dentro, no sabía si reírme u ofenderme. Tenía la sospecha de que estaba a punto de llamar a la policía para informar que había atrapado a un peligroso ladrón de relojes antiguos. En su cabeza, yo ya era protagonista de un reportaje de crónica roja: “Delincuente internacional, alto, de contextura fuerte, se hace pasar por estudiante de Derecho en la Universidad de Otavalo para traficar relojes de colección”.
Respiré hondo y, con toda la calma del mundo, respondí:
—Este era de mi abuelito, Oswaldo Sevillano, y este otro perteneció a mi querido bisabuelito, don Ángel Rueda Encalada, que falleció hace algunos años. En su honor, llevo con orgullo el nombre Ángel Mateo.
El relojero sonrió, relajó los hombros y asintió en silencio, como quien entiende que hay relojes que no se miden en horas, sino en recuerdos. Me los devolvió con cuidado, ya sin esa mirada de detective privado. Y mientras los guardaba en el bolsillo, pude notar que él también respiró aliviado, aunque, cuando salí, juraría que se asomó a la puerta para seguirme con la mirada, por si acaso.