
A los ocho años, la escuela Gabriela Mistral, en la ciudad de Otavalo, era mi reino. Era un lugar mágico donde la diversión y la amistad se entrelazaban en cada rincón. Mis amigas y yo habíamos desarrollado una habilidad especial para conversar en voz alta durante las clases, lo cual, por supuesto, no pasaba desapercibido para la señorita Laura.
Ella tenía una paciencia de santo, pero —como todo ser humano— con ciertos límites. Cuando nos excedíamos, se levantaba lentamente, con una calma que solo ciertas maestras logran dominar, como si se preparara para pronunciar un discurso solemne en el que, por alguna razón, todas nosotras éramos las protagonistas, aunque jamás habíamos sido invitadas.
Y entonces llegaba su mirada: fija, penetrante, casi mágica, como si pudiera leer nuestras mentes y adivinar lo que estábamos pensando incluso antes de decirlo. Tenía un poder silencioso, una autoridad que no necesitaba palabras. Bastaba ese gesto para que el bullicio se desvaneciera al instante.
El aula entera quedaba suspendida en un silencio espeso, como si el aire hubiera olvidado moverse. Nosotras, inmóviles, conteníamos la respiración, conscientes de que cualquier sonido podía romper el hechizo. Era un instante breve, pero tan intenso que parecía detener el tiempo. En esos segundos, todas sabíamos que el destino del grupo dependía del siguiente movimiento de la señorita Laura: una ceja alzada podía significar el fin del recreo o, con suerte, solo una advertencia disfrazada de sonrisa.
En las tardes, aunque no estaba en la escuela, las clases no terminaban: solo cambiaban de escenario. Mi madre se convertía en nuestra profesora, y no había escapatoria posible, ni con excusas de “estoy cansada” o “me duele la cabeza”. Nos sentaba a mi hermana mayor y a mí en el patio, donde unas mesitas —idénticas a las del aula— se transformaban en nuestra “escuela paralela”.
Con la tiza en mano y esa mirada de “prepárense para lo que viene”, mi madre comenzaba a escribir en el pizarrón. Sus clases no eran como las de una maestra cualquiera. No, las suyas exigían concentración absoluta y reflejos rápidos. Bastaba una distracción, un simple parpadeo, para recibir una de esas miradas de “aquí no se escapa nadie”. En un instante nos volvíamos alumnas modelo: derechas, calladas y copiando cada palabra con una devoción digna de un examen que nunca existía, pero que sabíamos que podíamos reprobar igual.
Después de las matemáticas —que nos dejaban la cabeza dando vueltas como trompo— y de cívica, donde intentábamos recordar qué era lo correcto mientras los nombres de los presidentes se nos escapaban como agua entre los dedos, llegaba el verdadero recreo.
Mi madre, sin prisa pero con determinación, comenzaba a contarnos leyendas de la provincia de Imbabura que nos mantenían en vilo, como si estuviéramos en una película de suspenso. Relataba con tal intensidad que casi podíamos ver a La Viuda de Medianoche paseando por las calles de Otavalo en busca de almas perdidas o a La Bruja del río El Tejar acechando a los borrachos e infieles.
Y, como si eso no bastara para sobresaltarnos, nos sumergía en su propio universo de libros, esos que disfrutaba con verdadera pasión. Quo Vadis, de Henryk Sienkiewicz, fue el primer libro que escuché contar a mi madre. Su voz adquiría un tono solemne y dramático que, en un abrir y cerrar de ojos, nos transportaba al pasado.
“Y así, en el antiguo Imperio Romano…”, comenzaba, y en ese instante ya nos sentíamos en el Coliseo, con el sol abrasándonos la piel y el rugido de la multitud retumbando en los oídos. Lo más fascinante era cuando narraba la historia de amor entre Vinicio y Ligia. Su voz se volvía suave y misteriosa, como si estuviera revelando un secreto que el mundo había olvidado.
“Vinicio, tan valiente, pero tan perdido en su amor”, decía, y nosotras, con los ojos abiertos como platos, imaginábamos al joven corriendo por las calles de Roma mientras el Imperio se desmoronaba a su alrededor.
Cuando llegaba el turno del apóstol Pedro, la historia adquiría otra dimensión. Nos hablaba de su fe, de su sacrificio, y cuando lo hacía, sus ojos brillaban con tal intensidad que parecía verlo en persona. Cada palabra nos llevaba a las catacumbas de Roma, donde la persecución y la esperanza se entrelazaban como una oración que resistía el tiempo.
Cuando el recreo terminaba, mi madre abría la puerta de la biblioteca y, con una sonrisa cómplice, decía:
“Vayan, miren los libros, tóquenlos, elijan el que más les guste y léanlo durante la semana.”
Ahí estábamos, mi hermana y yo, lanzándonos sobre los estantes como si fueran cofres llenos de tesoros. Acariciábamos las portadas —algunas rojas, otras negras—, firmes, brillantes, con ese aroma inconfundible de papel antiguo que aún hoy me emociona. Aunque casi siempre terminábamos eligiendo los mismos títulos, el ritual de selección nunca perdía su encanto. Era nuestro modo de viajar sin movernos, de sentirnos dueñas del mundo sin salir de casa.
Cada vez que me sumerjo en una leyenda ecuatoriana o vuelvo a leer Quo Vadis, siento que regreso a aquellos días. Ella ya no está conmigo, pero nunca se ha ido. Vive en las palabras que leo, en las historias que cuento y en la voz que a veces creo escuchar cuando el silencio se alarga. Habita en mis recuerdos como una luz que no se apaga, recordándome que toda historia, por pequeña que sea, guarda una chispa de eternidad.
Dorys Rueda, Anécdotas, 2025.
