Hermosa, el cazador te sigue,
te persigue, te acecha;
huele tus pasos,
otea el tiempo que lo acosa,
mide perfectamente tus distancias,
rastrea tus olvidos,
calcula, con aproximación que es casi exacta,
la altura de tu cuello,
el simultáneo peso de tus senos,
el ángulo que forman tus piernas cuando amas,
el vértice del pubis,
el secreto orden de tus huesos;
después lanza la piedra sin esconder la mano,
dispara bala o flecha,
roca o fuego,
confundiendo a lo lejos la sombra del venado
o las alas del ave que fuga del señuelo;
así, de esta manera,
el cazador puede quedar cazado
o, final y obviamente,
caer atrapado en su tramposa trampa;
hermosa, yo me rindo, me entrego, me retiro
ante tu imposible carnada
en vez de hacer ridículas maniobras en el aire.
Fernando Cazón Vera
Quito, 1935
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