Gabriela Urrutibehety. Escritora, periodista y profesora de Literatura argentina.
Ha publicado las novelas Caras Extrañas y La banda de los seguros, así como cuentos aparecidos en diferentes revistas literarias, antologías y suplementos literarios.
Es co-autora del ensayo Tras las huellas de Girondo (junto con Verónica Meo Laos y Juan Carlos Pirali).
En su blog www.gabrielaurruti.blogspot.com publica semanalmente la serie Diario de Lector, particular modo de compartir reseñas de libros.
Con la muerte a cuestas, su tercera novela, publicada por Letra Sudaca en 2014, fue finalista del premio Azabache de Novela Negra en 2012.
CON LA MUERTE A CUESTAS
“La historia que nadie quiere contar”
La HISTORIA QUE NADIE QUIERE CONTAR la cuenta Gabriela Urrutibehety en Con la muerte a cuestas. Clima de asombro, de ambigüedad, de historias de vida sin aciertos, suma de casualidades y relaciones para las que el pueblo San Augusto aparece como el espacio propicio para desarrollar esta historia. Este clima remeda su primera novela Caras extrañas (2001) y la trama de historias encontradas, que son narradas desde diferentes puntos de vista, van acercando el foco hasta llegar al nudo; estas técnicas habían sido trabajadas ya en su novela policial La barra de los seguros (2011). En ésta, su tercera novela hallamos la conjunción de esas operaciones en un relato bien armado que nos llevan, en la lectura, como si nadáramos en aguas abiertas sin poder retroceder ni hacer pausa: el único término es llegar al final del recorrido, la ansiedad por terminar la lectura para completar la historia y llegar, así, a una verdad vedada a todos pero que la escritura la descubre a los lectores de la novela. Esto crea una especie de complicidad con el lector que también opera en el compromiso que lo absorbe en el transcurso del desenvolvimiento de la lectura.
Un pueblo de la costa cuyo futuro obligado parece ser el de visitas de verano demasiado breves que no alcanzan para lanzarlo a un turismo de alta gama. Sin embargo y llamativamente, aparece la réplica y deriva de aconteceres políticos nacionales lindantes con ilícitos socio-político y económicos. El relato se mueve en el mundo de la intimidad de una familia y, desde ella, se intuyen y se van vislumbrando las diversas facetas de la historia en ese espacio de viento y arena, de sal y mar.
En la composición de los personajes, Urrutibehety apela a todas las armas; la descripción estática como figuras estatuarias que muestran psicológicamente la condición de cada uno y, al mismo tiempo, esas figuras calzan en un ambiente hostil por los vientos marinos y el silencio de los personajes; por otro lado, el modo de manifestarse en diálogos activos y los problemas vinculares que surgen de los mismos; la tercera persona del narrador que acompaña a armar el personaje y, sin pausa, señala el camino para comprender la novela. Todos recurso de una composición del relato que privilegia la reiteración de lo no dicho, no indagada, no preguntado pero descubierto en la misma escritura de esta novela. La voz narradora es quien descubre la “verdad”.
La ubicación temporal es precisa. Son casi 20 años de historia familiar y colectiva de una comunidad pueblerina que sobrepasa los límites del lugar para relacionarse con lo regional, provincial y nacional. La tragedia del periodista, la relación del policía novato con Inés, la discapacitada, y con la familia de Marelli prueba que las casualidades no existen y que el mundo de San Augusto se manifiesta como una serie de causalidades. Éstas benefician la intriga y hacen prosperar el entramado policial que es el sustrato narrativo de Con la muerte a cuestas.
Si las playas y pequeñas ciudades de la costa bonaerense han sido protagonistas de tragedias relacionadas con el mundo delictivo y hasta los pueblos más incipientes fueron tocados por el desatino de los gobiernos dictatoriales, si las historias no dichas continuaron en el tiempo sellando hasta anular el desarrollo de muchas vidas, San Augusto se constituye y presenta como el lugar en donde ese entramado puede aparecer para mostrar la subjetividad de los personajes y cómo esos hechos los trastornan/NOS TRASTORNAN. Me refiero durante la lectura y después de ella. Esta novela puede operar, según cómo se lea, como mero entretenimiento o como sanación del trastorno social que padecemos como comunidad de la dictadura en adelante.
Aymará de Llano
PRIMERA PARTE: EL VELORIO DE RAUL MARELLI
1
Esta es una de esas historias que el pueblo de San Augusto prefiere no contar. San Augusto prefiere no contar –aunque todos lo sepan- por qué Raúl Marelli se suicidó de un tiro en la boca. El pueblo entero fue al velorio e incluso muchos lamentaron sinceramente esa muerte, pero después de que el cajón fuera enviado al crematorio de Mar del Plata, no se volvió a hablar del tema. Sin embargo, la historia quedó ahí, a mano para ser contada, aunque no hubiera nadie dispuesto a hacerlo.
San Augusto se niega a mencionar que Raúl Marelli se pegó un tiro en la boca dentro de su casa, un viejo chalet de piedra ubicado a pocas cuadras del mar, dieciocho años después de la desaparición de su hija mayor, una adolescente a la que todos llamaban Tencha porque, como ella misma decía, Hortensia era nombre de vieja.
Al morir, Raúl Marelli dejó poca familia: su mujer, Marta, y su hija menor, Inés, que sufría un leve retraso mental, de esos que las maestras de escuela primaria califican como “típico de los padres que no quieren darse por enterados”. Aunque la historia esté ahí, a mano para ser narrada, nadie en San Augusto quiere ponerse a contar que Raúl Marelli se pegó un tiro en el hall de entrada de su casa ante la mirada de su hija menor y de su mujer, quien no alcanzó a detenerlo porque, para entrar al lugar, debió forzar la puerta de atrás, que estaba tapiada.
Por la puerta de atrás había escapado en la época de los militares la hija mayor, cuando un grupo de tareas vino a buscarla. Los integrantes del grupo de tareas patearon la puerta de adelante y dieron vuelta la casa al grito de “¿dónde está?”. Raúl no dijo nada, su mujer no dijo nada, su hija menor no dijo nada pero miró hacia atrás y los hombres supieron que por allí se estaba escapando Tencha.
2
Cuando San Augusto prefiere no contar una historia a fondo, quisiera limitarse a mirar las cosas desde afuera. Quisiera encarnar un modo de relatar en el que predominara el amor por el detalle superficial. Quisiera, incluso, asumir un aire de distanciamiento, de ajenidad que le permitiera no involucrarse en absoluto en lo narrado, como si todo sucediera en otro tiempo y en otra tierra. San Augusto, por ejemplo, desearía poder contar algo como esto:
En la playa no hay nadie, por eso la arena tiene el dibujo uniforme que le hace el viento. Ondas parejas, paralelas a la línea del mar. No hay sol y el frío hace arder la nariz.
El hombre se ha sentado en un pedazo de madera, posiblemente una silla rota, hundida a medias en la arena. Está tratando de prender un cigarrillo. Un poco más allá, una mujer joven está acuclillada, con la cabeza casi entre las piernas. Tiene una campera larga y ancha, como si fuera prestada. Cada tanto se pasa la mano por la nariz para sacarse los mocos que no son mocos sino hilitos constantes de agua opaca.
Pero, aunque la historia de Raúl Marelli, su mujer y sus dos hijas es quizá la historia que con más empeño San Augusto busca la forma más neutra de contar, requiere otra manera de ser dicha. Por eso, aunque pelee por hacerlo, jamás podría San Augusto decir, aunque lo desee, cosas como estas:
La playa está desierta, con sus únicas dos figuras congeladas contra el fondo gris del cielo y el mar. La costanera es apenas una línea desdibujada entre la arena que levanta el viento. Si alguien camina por la costanera, lo hace rápido, asombrado por la propia ocurrencia casi tanto como por la del hombre viejo que intenta encender un cigarrillo y la mujer joven que, cerca del agua, se ovilla sobre sí misma.
En los bares, los almacenes, las playas desiertas de San Augusto se lucha a brazo partido por poder narrar la historia de Raúl Marelli, su mujer y sus dos hijas a la manera de algo tan ajeno e inofensivo como la vida cotidiana de las antiguos civilizaciones de la Mesopotamia asiática. Por eso se ensayan escrituras implícitas, versiones secretas pero oficiales de lo que a San Augusto le hubiera gustado decir. Versiones oficiales que empiezan haciendo de las denominaciones genéricas una profesión de fe.
El hombre sentado en un resto de silla de madera enterrado en la arena ha logrado por fin encender un cigarrillo. Usa un saco azul de paño fuerte y una gorra a cuadros, de esas que los hombres de su edad llaman “jockey”. Por debajo de la gorra apenas le asoman unos desprolijos cabellos grises: parece más viejo de lo que es, aunque pertenezca a la generación de los hombres que usan jockey y tienen el pelo gris.
El hombre de saco azul se levanta de golpe y de golpe también hace levantar a la mujer que actúa como una nena. Ella se enoja y se pone a llorar, pero el hombre la toma fuerte de un brazo y la arrastra hacia la calle.
El hombre que estaba sentado sobre un pedazo de silla medio enterrado en la arena camina viento arriba arrastrando a la mujer. A ella el enojo le dura poco, porque cuando terminan de trepar hasta alcanzar la calle ya está sonriendo otra vez, prendiendo su atención de los más ínfimos detalles. Por el contrario, al hombre de saco azul se le ha acentuado la preocupación. El cambio de ella ha hecho que la tensión de los brazos que iban enganchados disminuyera y que de barra de remolque se transformaran en soga de amarre en tiempos de calma. Pero, a primera vista puede decirse que solo ella lo ha advertido y, por lo tanto, lo disfruta ella sola, evidentemente feliz.
Caso extraño el de San Augusto: un pueblo ocupado en no contar una historia que no puede dejar de contarse, para lo cual ha estado los últimos años ensayando una estrategia de narración colectiva secreta. Años de ensayo han dado sus frutos, porque cuando un acontecimiento impactante altera –como dijera el editorial firmado por Josefina Ibarlucea de Echeverría en el periódico La Voz de San Augusto- la tradicional calma pueblerina, necesita poner en marcha los mecanismos aprendidos y contar lo que sucedió, más allá de los lamentos necrológicos del semanario, en los silencios de bares, almacenes y playas desiertas:
El hombre que encendió un cigarrillo después de demasiados intentos –y es de suponer que eso pudo haber añadido cansancio al disfrute- entra con la mujer a la rastra a una casa –linda casa- ubicada a pocos metros del mar. Una vez allí, se saca prolijamente el abrigo y lo cuelga, va hasta el baño donde disfruta de un meo largo, se lava las manos dejando correr abundante agua sobre el jabón verde con olor a manzanas que le gusta a su mujer y a él no, y se peina con detenimiento. Luego de esta ceremonia, va al living, corre el sillón grande hasta tapar la puerta de entrada, saca del armario del pasillo una escopeta y se sienta aferrado a ella, de espaldas a la puerta de entrada. El hombre que había arrastrado a la chica desde la playa como si fuera un remolcador inspecciona con ojo experto el arma, se pone el caño en la boca y dispara.
El velorio de Raúl Marelli será recordado durante mucho tiempo por los habitantes de San Augusto porque nadie faltó y porque, a raíz de la decisión de cremarlo, se frustró la posibilidad de participar de su entierro. Puesto que Raúl Marelli era uno de esos vecinos que, pese a todo, la gente de San Augusto consideraba digno de ser reconocido, resultó una lástima perderse una parte de las ceremonias fúnebres.
-Eso de andar cremando cuerpos no es algo tan fácil de hacer: hay que llevarlos a Mar del Plata y es costoso –se oyó decir en el velorio.
-Y tan desagradable para los que quedan vivos.
-Porque él, lo que es, no siente nada, que lo quemen o que no lo quemen le da exactamente igual. Pero te la regalo a la pobre viuda, encima con el balurdo que le deja y la hija boba, tener que bancarse cómo se quema el cajón
-¿Y ese olor a chamusquina que dicen que hay en los crematorios? Yo no sé porque nunca vi uno pero me lo imagino.
-No hace falta ser muy inteligente para eso.
Todo esto se dijo y se oyó decir. El asunto fue que nos quedamos sin entierro pero tuvimos velorio al que nadie dejó de ir, pobre Raúl, que habrá sido lo que habrá sido pero siempre vivió acá y era buen tipo y todos lo querían.
En el velorio se dijeron muchas cosas como se dicen en todos los velorios: a medias, en voz baja, con frases cortadas por algunos pocos llantos y muchas condolencias. En los velorios de San Augusto se insinúan cosas que nunca –por respeto al finado, por consideración a la familia- se terminan de decir. En San Augusto, es cierto, nunca se termina de decir nada que el propio San Augusto no haya decidido contar, y en esto la consideración por los muertos o el respeto por los vivos tienen bastante poco que ver.