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La novela "El ocaso de la horda primitiva", de Manuel Velepucha Ríos, se presentará el 27 de octubre de 2023, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana «Benjamín Carrión», salón Jorge Icaza, a las 18:30 Hs.

Les invitamos a leer el primer capítulo de la novela.

 

 

I

 

Lo despertó el frío, sintió como si un cadáver le hubiese acariciado la mejilla izquierda con el dorso de sus dedos, en tanto la otra reposaba en su mano derecha. Al abrir los ojos, se llevó una mano al cinto; constataba de manera inexorable no haberse olvidado el arma, menos aún haberla perdido. El militar sintió temor y se mantuvo en sigilo.

Aquella madrugada glacial, Pedro Santos sintió un dolor acalambrado en las orejas, duras y pequeñas como habas; se le estaban congelando. Pensó que se le trizarían cual rocío congelado, como en las madrugadas cuando rompía con sus botas la escarcha sobre la yerba. Se alzó el cuello de su guerrera e intentó calentárselas con las manos. Las había mantenido tibias en la entrepierna mientras esperaba que el capitán y las mujeres —entre ellas la suya— llegaran con los animales. Con la mano en el cinto, volvió a dormirse.

Se despertó de inmediato al escuchar el sonido, lento y pesado, de unos cascos que se aproximaban. Apretó el arma para asegurarse de que en verdad estuviera ahí. La sintió fría. Se puso en pie de inmediato, y recordó los arrestos de rigor y los castigos por dormirse en la guardia. Repasó el plan que se avecinaba mientras se ajustaba el capote en el cuello y sonrió creyendo, que ya no tenía sentido sentir miedo.

 

***

 

Habían decidido abandonar las filas de las tropas realistas, después de que el ejército patriota, al mando de Lavalle, terminara con la vida de cuarenta y nueve soldados del rey —nacidos, en su mayoría, en tierra conquistada—, en la batalla de Tapi. Habían rematado a los heridos con las bayonetas; fue una eutanasia sorda y diligente tras la petición de clemencia de los moribundos. En la conciencia de los soldados, resultaba menos lacerante clavar la daga en los corazones, que ver cómo explotaban los sesos o ver los cuerpos destrozados tras el estruendo de los disparos, que detonaba el nerviosismo de la muerte. No podían desperdiciar pólvora en un enemigo agonizante, condenado a su suplicio, hasta el tiro de gracia.

Aquella batalla, de caballerías y espadas, culminó con la huida de los soldados del rey. Los realistas se reagruparon en los alrededores de Riobamba para intentar, de manera frívola, recuperar pequeños territorios en batallas de mayor acometida. Sentían la pérdida, como si la mujer que habían amado hace poco, olvidara su nombre y lo que habían disfrutado juntos.

 

***

 

«Luna menguante». El santo y seña, le ayudó a ignorar por un instante el intenso frío. El silencio se había desvanecido, y pensó en la orden del capitán: permanecer vigilante en uno de los accesos orientales del villorrio. Nadie debía advertir su presencia. El viaje empezaba hacia el oriente. Sabían que, después de la batalla del día anterior, los soldados tenían que reagruparse en algún sitio que no fuera hacia el este. Su obligación era replegarse hacia el norte y fortalecerse en las cercanías de Latacunga; desde ahí, las tropas avanzarían hacia las faldas del Pichincha.

Debían ser cautelosos al atravesar los caminos de herradura y cruzar la cordillera de Los Andes hacia la selva oriental. Con tal de alejarse de la sierra andina, avanzaron lo más rápido posible, como quien intenta olvidar el lugar donde cometió actos vergonzosos. Sus compañeros de armas supondrían que habían caído prisioneros, quizá que habrían desertado o que los sedujo la parca.

Los vio acercarse con una lámpara de petróleo encendida; no supo apreciar la distancia en la que se encontraban. El brillo a lo lejos del péndulo iluminado, como una lágrima de luz en el balcón de un párpado, parecía haberlo hipnotizado.

Estaban a punto de iniciar su larga travesía. Detrás del capitán Lizardo Rojas, iba su reciente esposa, Eugenia; tras ella, Teresa, la novia de Pedro Santos. No era tiempo de puerilidades idílicas, sino de miradas de ensueños, rodeadas de incertidumbre y temor. El alférez montó su caballo, y empezaron el éxodo.

Sabían cuál era la dirección desde las alturas de Los Andes hacia el este, pero no las rutas idóneas. Existirían montañas frías y borrascosas, pendientes, fango y maniguas, así como quebradas escarpadas y terrenos enervantes. Eran conscientes de que cruzarían las aguas gélidas y caudalosas de los ríos, y que afrontarían muchos riesgos; pero, en sus corazones, latían sueños de libertad.

Los días anteriores, ocultos en las cabañas indígenas de Colta, habían planificado su marcha junto a Eugenia y Teresa. Pronto amanecería. Ansiosos y felices, como adolescentes que abandonan su hogar sin preocuparse por su subsistencia, ambos soldados iniciarían un viaje con sus mujeres y la proa en quimeras.

Lizardo Rojas no durmió esa noche pensando en qué le depararía la vida junto a Eugenia. Recién casado con ella, decidió llevársela lejos y abandonar la extenuante vida militar, tan egoísta con las mujeres. Quería dejarse arrastrar por los abismos tormentosos de la pasión, enredarse en los muslos y senos ardientes de su mujer. Al no haberla tenido cerca durante la desmotivadora cotidianidad castrense, había sentido que se le acababa la vida en cada suspiro..., en cada segundo sin ella. Sumido en el embeleso de la pasión, ya no le encontraba sentido a la guerra.

Los ánimos del ejército realista estaban resquebrajados. Diezmado, este se encontraba repartido en pequeños agrupamientos por un vasto territorio de la serranía. El capitán no estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo, ni menos aún lejos de su amada.

Caviló acerca de las consecuencias de la deserción y de la deslealtad al rey; seguro que sería acusado. Necesitaba vivir su vida.

—Descansa, Lizardo, mi amor —le dijo su mujer.

El sonido de su voz sonó como una melodía soporífera que le adormecía el cuerpo. Era lo único que lo conducía al sueño.

En el bolsillo interior de su casaca, cargaba la última notificación sellada sobre su petición de baja de las filas militares. Las anteriores habían resultado infructuosas bajo la justificación razonable de la guerra. Decidió no abrir el documento, por lo menos no hasta encontrarse lejos de la serranía.

Esa noche la pasó en vela, abrazado de Eugenia, escondidos en una choza. Ella estaba pegada a él como una hija pequeña; mientras, el militar recordaba su Loja —en Granada, España—, a la que nunca más regresaría, pero tampoco extrañaba.

Lo enviaron a América muy joven. Habían pasado casi veinticinco años, y los recuerdos de su tierra natal eran solo eso. En ocasiones, evocaba una imagen o un olor, que se le habían fijado en la memoria como cicatrices intangibles.

Poco a poco, la tenue nube de recuerdos se fue volviendo densa hasta convencerlo de que, tan vagas añoranzas, eran ilusiones insípidas, que no iban a resucitar su espíritu nostálgico por tierras hispanas. Era un niño que quería jugar otra vez en el bosque, donde había disfrutado el día anterior. Las rememoraciones de su escasa familia, al otro lado del océano, eran efímeras. El capitán estaba decidido a aislarse más allá de las montañas junto a su amada y tener hijos.

No pudo más. Se levantó y empezó a arreglar lo poco que faltaba del equipamiento. Tenían que irse de allí lo antes posible.

—¿Por qué tanto apuro, amor? Dijiste que saldríamos casi al amanecer —señaló Eugenia, intentando que Lizardo regresara a sus brazos.

—No. No puedo dormir más. Será mejor que salgamos antes —concluyó.

Ella no podía objetar, necesitaba estar junto a su esposo mientras luchaban por un sueño.

Lizardo Rojas le dio un beso en la frente y luego, con la misma energía de un pequeño cuyo padre le ha prometido viajar a un lugar fantástico al amanecer, se calzó las botas.

Supusieron que Teresa estaría despierta. La fueron a buscar a la choza contigua. Ajustaron las últimas provisiones que habían arreglado el día anterior, a la carga. Una vez que ayudó a Eugenia a montar, Lizardo subió a su caballo alazán, con el garbo y la lozanía del maestrazgo. Teresa montó sola. Ellas vestían ropa de hombres y calzaban botas de militar que ocultaron con sus pantalones.

Cuando estuvieron listos, el capitán golpeó el anca del caballo con la espuela, y fueron a buscar al alférez.

Avanzaron en columna. Detrás iban tres mulas, cargadas con todos los proveimientos que consideraron que iban a necesitar. En el camino encontrarían pueblos, ahí adquirirían más suministros: sal y arroz; carne, ahumada y salada; animales, sogas y ponchos; plantas, aguardiente y todo lo necesario. Teresa anotaba los mantenimientos; cuanto más se adentraran en la selva, una vez atravesada la cordillera, más difícil sería conseguirlos. Llevaban alimento y equipamiento suficiente para varios meses.

Ellas estaban nerviosas de alegría y se sentían seguras con sus hombres. El amor las mantenía desinhibidas, dóciles y felices. Aunque apenas se conocían, su amistad se consolidó muy pronto. Lizardo fantaseaba con vivir a orillas de algún río cristalino y construir un hogar con sus propias manos, donde Eugenia y él se amarían toda la vida. Para el oficial, una gota de amor de su esposa era un diluvio en su vida.

Ambos llevaban al hombro un arcabuz, listo para ser disparado por si alguien los seguía. La deserción se castigaba con la muerte. Las ancas de los animales iban cargadas de alforjas con pólvora y munición, que guardaron en la choza de la familia de Teresa. El alférez Pedro Santos las estuvo escondiendo de a poco cuando fue designado oficial bodeguero por el capitán Rojas en los últimos días, antes de que las tropas empezaran a marchar a las faldas del Pichincha.

Amanecía. Teresa, con el dedo índice, y apuntando con la quijada, señaló cuál era la ruta más corta y segura para ir hacia el este; si atravesaban el norte de Guamote, nadie los encontraría.

 

***

 

La joven indígena se había enamorado de Pedro, y él de ella. Una noche, el soldado, por disposición del capitán Rojas, fue a buscar leña y comida para las tropas a la comunidad de Colta —gracias a esas idas y venidas, dispusieron de un sitio seguro donde guardar municiones y armas antes de marcharse—. Una noche, en medio de la oscuridad, se tropezó con Teresa. Ella cuidaba de sus animales; él se le acercó con la timidez de un adolescente. Conversaron y rieron nerviosos. Los ojos de Pedro se fueron llenando de desconcierto y fascinación. Admiró no encontrar en su mirada la sumisión del indio; al contrario, su sonrisa de labios finos —rojos y húmedos—y dientes perlados, era pueril. Hablaba español; lo aprendió en una escuela religiosa, y se lo enseñaba a los niños pequeños de la comarca. Ella era la dicha de su padre casi ciego.

El soldado le pidió un lugar donde pasar la noche; la joven, sin consultar con su familia, se lo dio.  Le abrió las puertas de su morada y de su corazón. En casa habitaba su anciano padre y dos de sus hermanos, su madre había fallecido años atrás. Dentro de aquella cabaña, encontró la hospitalidad desolada del indígena.

Ella le ofreció sentarse. Mientras Pedro se alimentaba con granos cocidos, el viejo lo observaba a través de las nubes de sus ojos, los labios le tremaban. El padre de Teresa, como si la muerte lo acechara y pronto le hiciera la primera y única visita, quiso contarle las tantas fábulas que conoció a lo largo de su vida; parecían ser lo único que lo mantenía con vida. El alférez se sentó en un banco de madera, hecho de un solo tronco, y, atento, escuchó las leyendas fantásticas. La mezcolanza de español y quichua hacía relucir las narraciones. Eran historias acerca de pueblos ocultos en la Amazonía y sobre el cuantioso oro que existía del otro lado de las montañas. La joven indígena, sentada al lado del soldado, escuchaba a su padre. Pedro sentía la respiración profunda y sostenida de Teresa, la miraba de reojo para encontrar los capulíes maduros, que por pupilas tenía la joven.

La alegría de Pedro era desbordante. Él le entregó su alma a través de una sonrisa inocente, como si se hubiese sacado del pecho el corazón con las manos y se lo hubiera ofrecido en una bandeja de plata. Los siguientes días, inventó cualquier excusa con tal de estar junto a ella.

Teresa rozaba los diecisiete años. Si bien su sonrisa era de niña, su mirada era audaz. El cabello, negro como el ébano, lo llevaba recogido en una larga trenza que la volvía indócil. El mínimo maquillaje mancillaría su rebelde belleza.

Aquella noche, bebieron aguardiente con el anciano, se hicieron amigos. Al cuarto día, pidió su mano. El viejo, —con el sentimiento de que, más temprano que tarde, se iba a morir, y de que su hija debía estar casada— aceptó en ese instante. «Con quién mejor que con un soldado, que siempre recibe su salario», pensó.

El día anterior a la travesía, Lizardo Rojas acompañó al alférez a solicitar la autorización para llevársela y casarse. El capitán cruzó la mirada con la del joven militar exigiéndole una explicación por su abrupta decisión, pero cedió de buena manera; después de todo, ella los había ayudado: había guardado la munición y la pólvora en su hogar. El capitán concluyó que, como cualquier hombre, el alférez tenía el derecho de estar junto a una mujer que le aportara serenidad y la felicidad de estar acompañado cuando emprendieran su secreta partida.

Pedro percibió la mirada triste de Teresa. Había sufrido al dejar a su familia, sobre todo a su padre. Debía protegerla.

¿Qué pudo haber reflexionado el anciano cuando entregó la mano de su hija a un hombre que apenas conocía?, ¿acaso el joven alférez lo convenció a él y a su familia de que era un hombre de bien? Teresa, aun si su padre y sus hermanos se hubiesen opuesto, se habría ido con él de todas formas. Lo había sentido noble, atractivo y sincero.

Ella, desafiante, así se los había hecho saber a su progenitor y a sus hermanos la noche anterior, cuando Pedro Santos llegó con el capitán para pedir su mano:

—Me voy con él, y no hay nada que me detenga —dijo Teresa, con el coraje desinhibido del amor que esgrimen las jóvenes.

El anciano fue consciente de que una mujer como su hija, en esas circunstancias, se iría de todas formas, y él nada podría hacer.

Para Teresa la impresión de franqueza del militar no fue lo único; como si le acariciaran la raíz del cabello con la yema de los dedos, la piel se le erizaba y la nuca se le contraía cuando lo observaba, blanco como la leche. Por sus pantalones apretados, las botas altas de tubo y el olor a cuero, su pecho temblaba mientras suspiraba.

Aunque Pedro no era muy alto, era fornido. Su cabello corto y ensortijado, de estilo romano, era negro como sus botas y brillaba como el petróleo. Sus ojos, curiosos, gozaban de la naturalidad de un infante. Con un espíritu soñador y comedido, terminó revolviendo las tripas de la muchacha, que se sentía protegida a su lado.

 

 

***

 

La primera noche, durmieron bajo el manto nublado del páramo. El frío les entumeció los dedos de las manos. Acamparon entre dos peñascos para evitar ser identificados a la distancia y aprovechar que ahí rompían los vientos gélidos de la paramera. Prendieron una pequeña fogata; se calentaron y, para cenar, prepararon carne seca con papa cocida y una sopa de granos. La sirvieron en las pocas escudillas que llevó Eugenia, junto con los cubiertos que, pensó, ya no utilizaría en sus reuniones con amigas, al menos no en los próximos meses.

Se deleitaron conversando de todo lo que harían juntos. Rieron y cantaron, motivados por la aventura que se les avecinaba. Soñaron con descubrimientos y buenos momentos, desde construir sus moradas con sus propias manos hasta ir de cacería y pesca.

Antes de aprestarse a dormir, bebieron unas copas de aguardiente de caña de azúcar, que les amortiguaría el espíritu y calentaría el cuerpo. Regocijados, se fueron a sus pequeñas tiendas de campaña, obtenidas del ejército. Pedro le tomó la mano a Teresa y, antes de irse a descansar, la invitó a caminar por los alrededores cercanos. Durante el paseo, bebió un par de copas más y le dijo lo que harían juntos los dos; le prometió que nunca la dejaría, que tendrían una gran familia y serían felices. Tomados de la mano, después de platicar sobre tesoros y quimeras, se dirigieron a su carpa.

Una vez dentro, a oscuras, estaban a solas. Eran novios y se iban a casar. Intentaron contener los nervios. Ambos sabían lo que iba a pasar. Les excitaba estar juntos en la intimidad. No perdieron la oportunidad y encontraron el momento preciso; en medio del silencio, sintieron sus sexos húmedos e hicieron el amor. La penetró una y otra vez. Eyaculó tres veces, ante el dolor y placer de la india. La excitación agonizaba en jadeos, y las caricias acurrucaron su sueño. Pedro se había acostado con otras mujeres en pocas ocasiones, no obstante, nunca había sentido la fiebre de amar y ser amado.

A pocos metros, en la otra tienda de campaña, sonrisas musitadas y curiosas intentaban desaparecer.

 

 

Manuel Alexander Velepucha Ríos

Pasaje, 1984

Escritor, abogado y jurista ecuatoriano de 39 años de edad. Nació el 10 de febrero de 1984 en la provincia de El Oro, cantón Pasaje, aunque sus estudios secundarios y universitarios los hizo en la ciudad de Loja, donde publicó sus dos primeras novelas. Se graduó en el Colegio Bernardo Valdivieso. Hizo sus estudios universitarios en Derecho en la Universidad Nacional de Loja. Ha obtenido dos posgrados en Derecho Procesal y Derecho Constitucional en la Universidad Andina Simón Bolívar y en la Universidad Técnica Particular de Loja (UTPL), respectivamente.

En el año 2012 logró el Primer Lugar a nivel nacional en el concurso de ensayo en Derecho Penal, organizado por el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, la Fiscalía General del Estado y la UTPL. Es autor de varias obras en Derecho Procesal y Derecho Penal, de los que destacan los siguientes libros: «El principio de adquisición o comunidad de la prueba en el Código Orgánico General de Procesos» (2021); «Culpabilidad y error de prohibición en el Código Orgánico Integral Penal. Teoría del error en el COIP» (2022); y, «Violación y abuso sexual en el Código Orgánico Integral Penal», (2023).

En el ámbito literario, ha publicado cuatro novelas: «Una rosa en el desierto» (2009) y «La muerte de la tragedia» (2012); ambas, a través de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Loja, obteniendo ésta última, la única mención honorífica en el Concurso Nacional de Novela «Ángel Felicísimo Rojas». En el año 2022 publicó la novela «El rastro húmero de tu sendero», a través de la Editorial ecuatoriana ‘Lex et Litterae’. Finalmente, la nueva novela del escritor Manuel Velepucha Ríos (2023), denominada: «El ocaso de la horda primitiva» (2023). Ha sido invitado a varios eventos literarios y su obra se va expandiendo a otras esferas.

En la actualidad es abogado en libre ejercicio profesional en la ciudad de Quito, conferencista en Literatura, respecto del arte literario y de sus obras; además de ponente en múltiples congresos de Derecho Penal y Derecho Constitucional.

Ha laborado en varias instituciones públicas como procurador judicial de varios ministros de Estado, y ha ocupado cargos directivos, entre ellos: director de patrocinio judicial, asesor, analista y coordinador general jurídico, en varias carteras de Estado.

Actualmente se dedica a escribir novelas y al libre ejercicio profesional en la ciencia del Derecho en la ciudad de Quito. Es casado con la abogada Nathaly Salazar Brito.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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