Dorys Rueda

 

Sucedió en 1987, cuando cursaba el último semestre de mi carrera de literatura en una universidad de Quito, en la clase de Lingüística, que era una de las asignaturas más complicadas en ese momento. El profesor a cargo era un eminente sacerdote español, doctor en Letras y que, años más adelante, sería nombrado rector de la universidad.

En el aula había más mujeres que hombres, en total no sumábamos ni 25.  Los alumnos bohemios e inconformistas se sentaban en la fila de pupitres que estaba al lado derecho del salón. La fila de pupitres del lado izquierdo, en cambio, estaba ocupada por los estudiantes más formales y tradicionales. Los escritorios que estaban entre ambas filas, en la mitad, estaban vacíos. A nadie del curso se le ocurría sentarse en las bancas del medio.

El padre era un excelente profesor de lingüística y su fama venía por años, pero también era estricto. Nadie se atrevía a llegar atrasado a sus clases, a conversar mientras él hablaba y peor a fumar frente a él. Algo extraño en ese tiempo, pues maestros y alumnos fumábamos al interior del aula. Los profesores mientras impartían su materia y nosotros mientras atendíamos las clases.

Todo se desarrollaba con normalidad, en silencio total como en todas las horas de lingüística.  De pronto una de mis compañeras del ala derecha empezó a pasar un papelito doblado, por debajo del pupitre.  El varón que estaba sentado detrás suyo lo tomó y sin abrirlo, pasó el mensaje a otra compañera, quien sí lo abrió y  leyó, moviendo luego la cabeza de un lado a otro, lo que significaba un claro “no”. Así, el mensaje iba de mano en mano a lo largo de la fila. Los varones no leían el papelito y las mujeres sí lo hacían.

Los estudiantes del ala izquierda estábamos asombrados de lo que ocurría en la fila contraria.  Ya no nos importaba la clase ni lo que el padre decía en ese momento.  El último compañero del ala derecha se paró para pasar el papelito a nuestra fila. En ese momento, el profesor lo detuvo, pues había también presenciado cómo el papelito había ido de mano en mano, por debajo de los pupitres. Muy serio, le dijo: “Me entrega ese papel, por favor”. Mi compañero así lo hizo y el padre, en medio del salón, abrió el mensaje y a medida que lo leía, cambiaba el color de su cara, hasta que esta se volvió totalmente roja.  Dobló el papel y pidió disculpas: “Lo siento”, dijo. “Nunca más abriré algo que no esté dirigido a mí”. Caminó al escritorio y soltó allí el papelito.

¿Qué decía el mensaje?

“Abran solo las mujeres. ¿Alguien me puede ayudar con una toalla higiénica?”

 

Tomado del libro digital: "Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo".

 

 
Autores: Dorys Rueda, Patricio Vásquez, Luis Hernández
 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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