Dorys Rueda
Septiembre, 1997
 

A los 18 años, comencé a trabajar como secretaria en el departamento de redacción de un diario de Quito. Desde el primer momento, el bullicio de la sala de redacción me cautivó por completo. En este espacio tan vibrante, aprendía cada día que la escritura no solo era una herramienta de trabajo, sino una forma de expresión poderosa. Mi jefe, don Lincoln Larrea Benalcázar, un periodista reconocido por su mirada crítica y seria, me intimidaba al principio. Su presencia imponente generaba en mí una mezcla de respeto y temor, hasta el punto de que, al principio, temía incluso hablarle. Sin embargo, con el tiempo, esa admiración y miedo iniciales se convirtieron en un profundo respeto por su trabajo. Aprendí de él mucho más de lo que jamás imaginé.

Apenas llegué, me asignó una tarea aparentemente sencilla: escribir el horóscopo diario. Me entregó un libro antiguo lleno de predicciones sobre los signos zodiacales y me pidió que investigara y enriqueciera los vaticinios. Al leerlo, me di cuenta de que el contenido podía mejorarse y hacer que las predicciones fueran más cercanas y relevantes. Sin pensarlo demasiado, decidí escribir mis propios horóscopos, lo que me permitió adentrarme en el mundo de la astrología con un enfoque más personal. Mi nombre comenzó a aparecer al pie de cada horóscopo publicado y en lugar de asustarme, eso me motivó aún más a seguir explorando esta nueva pasión.

Un día, mientras me sumergía en mi rutina de escribir horóscopos, algo completamente inesperado ocurrió: recibí una llamada desde la recepción. Al principio, pensé que era una broma, pero no. Al otro lado de la línea, una joven me felicitaba efusivamente por la precisión de mis predicciones. "¡Doris, tus horóscopos me cambian la vida!", me dijo con una admiración tan desbordante que casi me sentí la reina de los horóscopos. Me contó cómo mis vaticinios, que parecían acertados, influían positivamente en su vida diaria. Pero eso no fue todo. Luego, como si estuviera contratándome para ofrecer consultas espirituales, me preguntó si, además de predecir el futuro con las estrellas, también podía leer las líneas de la mano, las cartas del tarot o incluso el café. Me proponía todo un repertorio de artes adivinatorias, como si fuera un oráculo moderno capaz de desvelar todos los misterios del universo.

Lo más curioso de la conversación fue el respeto casi reverencial con el que me hablaba, como si fuera una mujer de edad avanzada llena de sabiduría astrológica. Me trataba como si tuviera años de experiencia en la adivinación, cuando, a mis 18 años, lo único que sabía sobre el tarot era que existía. Se me ocurrió tan solo esbozar una sonrisa tímida (aunque ella no podía verme) y agradecerle la llamada con la mayor gracia posible. "Lamento mucho, querida, pero mi agenda está tan apretada que ni siquiera tengo tiempo para tomarme un café", le dije, mientras pensaba que, en realidad, no había tomado café en todo el día. Me despedí rápidamente, con una mezcla de alivio y una ligera sensación de vergüenza, pero también con una sonrisa, pensando en lo irónico que era que algo tan simple como un horóscopo pudiera hacer que alguien me viera como una vidente.

Completamente preocupada, corrí a contarle a don Lincoln lo que había sucedido. Estaba aterrada ante la idea de que mi verdadera identidad fuera descubierta y temía que, por ser tan joven e inexperta, la credibilidad de mis predicciones se desplomara. Mi jefe, con una amplia sonrisa, me sugirió que utilizara un seudónimo. Sus palabras me tranquilizaron y de repente comprendí que a veces los problemas más grandes pueden resolverse de manera simple.

Entonces, recordé un incidente de mi época escolar en Estados Unidos, que hasta ese momento había permanecido olvidado en un rincón de mi memoria. Durante la inscripción al colegio, alguien cometió un pequeño error tipográfico al escribir mi nombre, cambiando la “i” por una “y”. ¡Curiosamente, ese minúsculo desliz se quedó registrado hasta en mi diploma de bachillerato! Ahora, de repente, esa equivocación podría ser la solución perfecta. Me sentí como si hubiera descubierto una clave secreta, una manera de proteger mi identidad sin comprometer lo que realmente era importante.

A partir de ese momento, el horóscopo dejó de firmarse como "Doris" y pasó a llamarse “Dorys”. El simple acto de escribirlo de esa manera me produjo un alivio inmediato, como si finalmente hubiera encontrado una forma de resguardarme. Pensé que este seudónimo no solo me liberaba de la presión de ser reconocida, sino que además mantenía mi anonimato intacto, protegiéndome de la mirada curiosa de los demás. ¡Realmente me parecía una solución ingeniosa! Una estrategia simple pero efectiva, que me daba el espacio necesario para seguir trabajando con los signos zodiacales que, para ese momento, ya los sentía como viejos amigos.

Cuando le conté a don Lincoln, él no pudo evitar reírse de mi ingenuidad. Su risa, desprovista de malicia pero llena de sorpresa, reflejaba lo inesperado de la situación. Se divirtió con la ocurrencia de usar un simple error tipográfico como una forma de protegerme, como si lo que parecía un pequeño desliz en la escritura fuera, en realidad, una jugada maestra de ingenio.  Sin embargo, más allá de la risa, me transmitió una valiosa lección: que, en ocasiones, las soluciones más sencillas pueden ser las más eficaces.

Luego, me pidió que regresara a mi puesto de trabajo. Así lo hice y, durante todo un año, los horóscopos del diario se publicaron bajo la firma de "Dorys", un seudónimo que, con el tiempo, pasó a convertirse en mi firma para los artículos y libros que he publicado. Lo que inicialmente era una solución sencilla y práctica para protegerme, terminó siendo una parte esencial de mi identidad profesional, un sello personal que me ha acompañado en mi trabajo.

De esa etapa conservo recuerdos muy valiosos: el espíritu de compañerismo que impregnaba cada rincón de la redacción y las amistades que nacieron en ese ambiente tan dinámico. Aprendí que, a través de las palabras, es posible transformar realidades, tocar el corazón de las personas y dar voz a quienes no la tienen. También comprendí que la escritura tiene el poder de denunciar, arrojar luz sobre lo que permanece en la sombra y crear conexiones profundas entre los seres humanos. Fue, sin lugar a duda, un período clave que sentó las bases de mi camino hacia la escritura, un proceso que continuaría desarrollándose años más tarde, cuando comencé mi formación en la universidad.

 
 

 

 

 

 

 

 

Visitas

004073567
Today
Yesterday
This Week
Last Week
This Month
Last Month
All days
2364
3326
5690
4054138
38505
63605
4073567

Your IP: 71.6.134.233
2025-02-17 19:17

Contáctanos

  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

Siguenos en