A los 18 años, comencé a trabajar como secretaria en el departamento de redacción de un importante diario en Quito. Desde el primer día, me cautivó el ambiente vibrante y dinámico de la sala de redacción. Rodeada de periodistas experimentados, absorbía cada conversación, cada palabra escrita, como si fuera una esponja. Aquellos momentos eran una fuente constante de inspiración y mi jefe, un periodista de gran trayectoria y exigente hasta el extremo, destacaba por su dedicación implacable. Su seriedad era imponente y rara vez se le veía esbozar una sonrisa.
Nada más llegar, me asignó la tarea de escribir el horóscopo diario. Me entregó un libro viejo y desgastado que contenía las predicciones de los signos zodiacales y me pidió que investigara y mejorara los pronósticos. Revisé con cuidado el contenido del texto y pronto me di cuenta de que podía hacer algo mejor. Decidí entonces crear mis propios vaticinios, sumergiéndome en el arte de la escritura. A partir de ese momento, el horóscopo, con mi nombre al pie, se publicaba a diario en el periódico y yo, cada vez más interesada, me adentraba en el mundo de la astrología.
Un día, mientras trabajaba, recibí una llamada inesperada desde la recepción. Al otro lado de la línea, una joven buscaba hablar con la encargada del horóscopo. Me felicitó por los acertadas que eran las predicciones y me contó cómo estas habían influido en su vida diaria. Con gran entusiasmo, solicitó una entrevista personal y me preguntó si también sabía leer las líneas de las manos, el cigarrillo, las cartas o el café. Además, mencionó que sus amigas estaban igualmente interesadas en conocerme y, con una insistencia casi ceremoniosa, me aseguró que tendría muchas clientas si aceptaba. Creyendo que yo era una mujer mayor, me trató con respeto y admiración. Sin atreverme a corregirla y a pesar de sentirme nerviosa, le agradecí la llamada y me disculpé, explicándole que mi agenda estaba completamente ocupada por el trabajo en el horóscopo.
Inmediatamente, llena de pánico, corrí a contarle a mi jefe lo que había sucedido. Estaba aterrada ante la posibilidad de ser identificada, temiendo que la gente descubriera que tras el horóscopo había una joven inexperta. No quería que las predicciones perdieran credibilidad. Él, con una sonrisa paternal que rara vez mostraba, me respondió: “Encuentre un seudónimo y asunto concluido”.
Entonces recordé un incidente de años atrás, cuando estudiaba en un colegio en Estados Unidos. Algún despistado había escrito mi nombre mal, cambiando una vocal por una consonante: Dorys con "y" en lugar de Doris con "i". En ese momento, decidí que aquel pequeño error podría ser mi salvavidas. Al día siguiente, el horóscopo apareció firmado por “Dorys”. Suspiré aliviada, pensando que mi identidad estaba a salvo, todo gracias a un error tipográfico que ahora me mantenía en el anonimato.
Le comenté al director el ingenioso cambio, convencida de que nadie me reconocería bajo el nombre de Dorys. Él me escuchó con una sonrisa que luchaba por convertirse en risa, disfrutando de mi ingenuidad. Al final, no pudo contenerse más y estalló en carcajadas. Entre risas, me dijo que volviera a mi escritorio y siguiera trabajando. Así lo hice, día tras día, durante un año entero, escribiendo horóscopos y reflexionando sobre lo sencillo que fue esconderme detrás de una simple "y".
De esa etapa guardo los recuerdos más entrañables: la camaradería que se respiraba en cada rincón de la redacción, las amistades que forjé y que todavía perduran y, sobre todo, la chispa de inspiración que encendieron en mí grandes periodistas como don Lincoln Larrea Benalcázar. Ellos no solo avivaron mi pasión por la escritura, sino que me enseñaron el inmenso poder de las palabras. Aprendí que, a través de ellas, se pueden narrar historias, evocar emociones, despertar recuerdos y construir puentes entre almas. Descubrí también que tienen el poder de denunciar injusticias, iluminar verdades ocultas y dar voz a quienes no la tienen. En definitiva, comprendí que las palabras pueden transformar realidades, cambiar perspectivas y dejar una huella imborrable en la sociedad.
Ese aprendizaje marcó mi camino y lo llevo conmigo hasta el día de hoy. Desde aquel episodio, el nombre de Dorys Rueda se convirtió en mi firma personal en todos mis escritos. Es un guiño a mis inicios, un recuerdo de aquellos días en los que creía que una simple letra, con un toque de magia, podía ocultar una identidad y al mismo tiempo, darle vida a otra.
Dorys Rueda, "12 Voces Femeninas de Otavalo", 2024.
Publicación: 22 de octubre, 2024
Portada: creación Dorys Rueda