Dorys Rueda
Otavalo, 2010

 

A continuación, les relataré la historia que me contó mi padre, Ángel Rueda Encalada, sobre cómo conoció a mi madre.

Eran los años 1950 y yo tenía 28 años. En ese tiempo, el ferrocarril era el rey de los medios de transporte hacia Quito, así que me dirigí a la estación para tomar el tren y hacer algunas compras para mi negocio. Era un martes y, como siempre, estaba emocionado porque cada viaje a Quito representaba una oportunidad para expandir mis horizontes comerciales y, quién sabe, tal vez encontrar alguna aventura inesperada.

El tren avanzaba rítmicamente por las vías, y yo observaba el paisaje cambiante desde mi asiento. Cuando el tren hizo una parada en San Rafael, subió una joven muy guapa. Era alta, morena, de ojos grandes y cabello negro ondulado hasta los hombros. Se movía con gracia y elegancia, y se sentó en uno de los primeros puestos. Sentí una atracción inmediata y, en un impulso que ahora llamo mi "momento de valentía ", me levanté de mi asiento y me senté en el asiento vacío junto a ella.

-Buenos días, señorita, dije, tratando de sonar casual y amigable, aunque estaba ligeramente nervioso. ¿Viaja usted también a Quito?

La joven, un poco sorprendida al principio, me devolvió una sonrisa breve pero cortés y respondió con un tono serio.

-Sí, voy a Quito, porque allí vivo. ¿Y usted, caballero?

- Voy a hacer algunas compras para mi almacén, contesté, tratando de parecer todo un hombre de negocios. Me llamo Ángel, ¿y usted?

Ella frunció el ceño un poco y respondió:

- ¡Qué coincidencia! Yo me llamo Angelita.

Reímos ante la curiosa coincidencia, pero ella mantuvo su seriedad, dándome a entender que no estaba interesada en seguir platicando conmigo. Percibí que tal vez estaba siendo demasiado insistente, así que decidí guardar silencio por unos minutos, tratando de respetar su espacio. Sin embargo, justo cuando comenzaba a pensar que nuestra breve conversación había terminado, me sorprendió al romper el silencio con una pregunta:

-Dígame, ¿cuál es su primer nombre? El mío es María.

Solté una carcajada tan sonora que algunos pasajeros voltearon a mirarme, probablemente pensando que me había vuelto loco.

-¿Y por qué se burla así de mi nombre?, me preguntó, frunciendo el ceño con enojo.

-Perdóneme, no me burlo de usted, respondí, tratando de controlar mi risa. Solo que yo también me llamo María. Mi nombre completo es Ángel María.

-¡Qué casualidad tan increíble!, exclamó ella. Mi nombre es María Angelita. ¡Tenemos los mismos nombres!

Ahora fui yo quien preguntó:

¿Podría decirme su apellido, señorita?  

Afirmó con su cabeza y respondió: “Mi apellido es Rodríguez”

Nuevamente solté una carcajada y esta vez, muy contrariada, preguntó por qué me burlaba de su apellido. Le contesté:

-No me burlo de nada. Es solo que su apellido, "Rodríguez", comienza con la misma letra que el mío. Yo me llamo Ángel María Rueda. Mi apellido también comienza con “R”.

Ella respondió:

-¡Dios mío, tenemos los mismos nombres y la misma inicial del apellido!

A partir de este momento, la conversación fluyó con más naturalidad y cercanía. Le conté que tenía un almacén en Otavalo, describiendo cómo había trabajado duro para construir el negocio y cuánto disfrutaba conocer a los clientes que venían cada día al local. La joven me escuchaba con interés, asintiendo de vez en cuando y haciendo preguntas sobre mi tienda y la vida en Otavalo.

Luego fue su turno. Me dijo que tenía 26 años y era modista de un almacén del centro de Quito. Me habló de su pasión por la moda y el diseño y describió con entusiasmo cómo confeccionaba prendas únicas, cómo trabajaba con diferentes telas y colores y cómo cada creación era una obra de arte. Sus ojos brillaban cuando hablaba de su trabajo.

Queriendo pasar más tiempo en su compañía, le dije que podía acompañarla al taller donde trabajaba cuando llegáramos a Quito.

Ella sonrió y negó con la cabeza.

-Es mejor que este encuentro quede como una bonita coincidencia de viaje y de nombres, dijo con un guiño.

Sin querer rendirme, la seguí discretamente cuando se bajó del tren y vi cómo ingresaba a un almacén de ropa. Era su lugar de trabajo. En ese momento, decidí que debía volver a verla.

Ocho días después, un martes por la tarde, me dirigí al almacén a esperar que saliera. No aguardé por mucho tiempo. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, se detuvo en seco. Luego, con una sonrisa, me dijo:

-No puedo creer que haya venido hasta aquí. ¿Cómo me encontró?

-Sé que este almacén de ropa es muy conocido, así que pensé que podría encontrarle aquí. Además, me encantaría pasear con usted, le dije con una sonrisa, mientras le ofrecía mi brazo.

Lo que comenzó como una divertida coincidencia en un tren pronto se convirtió en el inicio de una maravillosa historia de amor. Cada conversación que compartíamos, cada sonrisa que intercambiábamos, nos acercaba más y más. La conexión entre nosotros creció con una naturalidad asombrosa y no pasó mucho tiempo antes de que supiéramos que estábamos destinados a estar juntos. Finalmente, nos casamos en una pequeña y emotiva ceremonia, rodeados de nuestros familiares y amigos más cercanos. Angelita  se enamoró rápidamente de la tierra Sarance, adoptando con cariño las costumbres y tradiciones de Otavalo, y se convirtió en una otavaleña de corazón, comprometida con su nueva comunidad.

Hoy, después de más de 60 años juntos, hemos construido una vida llena de amor y recuerdos. Tenemos hijos, nietos y bisnietos, y cada vez que recordamos aquel primer encuentro en el tren, no podemos evitar reírnos de la mágica cadena de sorprendentes coincidencias que nos llevó a estar juntos.

La vida tiene una forma curiosa y maravillosa de unir a las personas que están destinadas a encontrarse. A veces, lo que parece ser una simple casualidad es en realidad el comienzo de algo mucho más grande, una historia que se va tejiendo con hilos de amor, destino y esa chispa de magia que une para siempre.

 

Portada: creación Dorys Rueda

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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