Dorys Rueda

 

Hace 24 años, en la bulliciosa sala de profesores de un colegio femenino, tres colegas decidieron que mi vida amorosa necesitaba un impulso. Mientras yo pasaba los fines de semana felizmente en compañía de un buen libro, películas en cable y Beto, mi encantador cocker spaniel, mis amigas maestras pensaban que mi existencia requería algo más emocionante que las tramas de Agatha Christie o las maratones de Star Wars.

Así que, armadas con una computadora que hacía mucho ruido y una conexión de internet más lenta que una tortuga, me inscribieron en una página que prometía ser el lugar ideal para conocer amigos. El plan era perfecto: sacarme de mi rutina de sofá, manta y Beto, y lanzarme al vibrante mundo de las citas en línea. “¿Qué podría salir mal?”, decían con una sonrisa cómplice.

Con gran dedicación, mis colegas crearon mi perfil: buscaban a un hombre de 40 a 45 años, con estudios superiores, sin compromisos y que disfrutara del cine, la pintura, la música y la literatura. La selección de perfiles fue tan exhaustiva que la sala de profesores parecía una audición para escoger al próximo James Bond.

Cada una daba su opinión y la discusión era digna de un comité de selección. "Este tiene buen perfil, pero ¿y esa barba?", comentaba una. "Mira este, parece simpático, pero esos lentes... no sé", decía otra, ajustándose sus propias gafas con aire crítico. "¡Uf, este no es muy alto y se ve demasiado serio! Dorys se aburrirá en la primera cita", sentenciaba la tercera. "Este tiene una sonrisa encantadora, pero su cabello parece de los años 70, ¡qué horror!", agregaba la primera riéndose entre dientes. "¡Oh, miren a este!, parece que nunca ha pisado un gimnasio. Nuestra amiga necesitará a alguien que al menos pueda sacarla a caminar el fin de semana", bromeaba la segunda. “¿Y este? Parece un buen partido, pero esos dientes... ", decía con susto la tercera. Finalmente, tras muchas risas y debates, encontraron al candidato ideal. "¡Hemos encontrado al indicado!", exclamaron, satisfechas con su elección.

Al terminar mi jornada, lista para irme a casa, mis compañeras me arrastraron a la sala de profesores. Una de ellas, claramente emocionada, me anunció: "Dorys, tenemos una sorpresa para ti, un buen proyecto". Me explicaron todo sobre la página, el perfil que habían creado y la elección del candidato: "Hemos elegido al mejor. Se llama Héctor y es maestro de matemáticas". No pude evitar levantar una ceja y soltar una carcajada. "¿Así que este es el gran proyecto del que me hablaban? Solo espero, chicas, que este caballero sepa más de literatura que de divisiones, porque si empieza a hablar de fracciones, me declaro loca". Les dije que tenía mis reservas, dado que siempre había detestado las matemáticas. Sin embargo, mis compañeras insistían en que cualquier cosa sería mejor que pasar los fines de semana sola, viendo películas.

El día de la cita a ciegas llegó y, siendo un viernes de enero, tomé un taxi. Mientras me retocaba el cabello y me pintaba ligeramente los labios en el espejo retrovisor, llegué a una cafetería en la Avenida Amazonas y Mariana de Jesús. Entré algo nerviosa y eché un vistazo a mi alrededor. Todos estaban en pareja o en grupo, excepto un hombre que estaba solo en la barra. Era alto, con una elegancia discreta que se reflejaba en cada detalle de su apariencia. Su abrigo negro, impecable y suelto, le confería un porte distinguido que captaba la atención sin esfuerzo. Sobre la barra, reposaban dos rosas rojas, dispuestas con esmero, como si estuvieran en pausa, esperando el momento perfecto para entrar en escena. La imagen tenía un aire cinematográfico que me hizo sonreír, pero de inmediato un nudo de nervios se apoderó de mí. "Es él", me dije, mientras avanzaba con cautela. Justo en ese instante, el pianista comenzó a tocar una melodía magistral, como si también él formara parte de un guion cuidadosamente orquestado.

Me miró, se levantó y, tras un cálido apretón de manos, me entregó las flores con una sonrisa que desvaneció por completo mis nervios. En ese instante supe que mis fines de semana de películas en cable estaban por cambiar. Nos sentamos y él comenzó a hablar con pasión sobre Bach y música clásica, sin mencionar una sola ecuación, lo cual fue un alivio encantador. Yo le hablé de libros y sueños y la conversación fluyó como un adagio, tranquilo y sin prisas.

Aunque hoy en día los noviazgos largos son casi una rareza, Héctor y yo desafiamos las estadísticas con dos años completos de cenas, cine, conciertos y exposiciones de arte, sin una sola mención de derivadas o integrales. Finalmente, nos casamos y hemos estado juntos por más de dos décadas. Aún disfrutamos del arte, la música y la literatura, y nunca hemos hablado de matemáticas. Ni una sola vez. Si alguna vez surge una conversación sobre ecuaciones, la desvío de inmediato. Así que, si ven a Héctor con un libro de números en la mano, pueden estar seguros de que no estoy cerca. Los cálculos y yo tenemos un acuerdo tácito: ellos se mantienen alejados de mí y yo no intento resolverlos. ¡Y así, todos somos felices!

 

 

Dorys Rueda, "12 Voces Femeninas de Otavalo", 2024.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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