María Emilia,

entre la verdad y la tristeza

 

Antonio Campoverde

 

PRIMERA PARTE

 

OF-003674-FGE-CT

FISCALÍA DISTRITAL DE LA PROVINCIA CON SEDE EN ESTA CIUDAD.- Con fecha 19 de diciembre del 2017 a las 08H00, a través del parte policial suscrito por un sargento de policía de esta jurisdicción; llegó a conocimiento del suscrito fiscal el hecho dado en este día, el cual detallaré de forma sucinta en las siguientes líneas:

Mientras los agentes de policía designados a la zona libaban en una tienda a pocos pasos del Palacio de Justicia, recibieron una llamada de la Central de Radio Patrulla en la que les solicitaron acercarse al estadio de la ciudad para verificar presuntas actividades sospechosas en el interior de uno de los locales. Los vecinos del lugar denunciaron acerca de un olor nauseabundo que provenía de la parte interna del establecimiento, y advirtieron a la policía de la existencia de manchas de sangre en la cara exterior de una puerta enrollable. Un olor nauseabundo salió del interior apenas los agentes abrieron la puerta; la verdosa sangre coagulada encharcada en una de las colchonetas colocadas en el suelo, albergaba una colonia de moscas verdes, brillantes y enormes según la versión de quienes suscribieron el parte policial. En medio del amplio local había un trípode con una cámara réflex marca Canon modelo 5D Mark IV sin tarjeta de memoria; en la parte posterior del local reposaban tres galones de combustible tipo gasolina, uno de  los cuales tenía poco menos de la mitad; varias fundas vacías de basura yacían desperdigadas por el suelo y en algunas existían restos de sangre reseca; además los agentes observaron varias prendas de vestir que presumiblemente forman parte del uniforme de educación física de una escuela de la localidad; también encontraron una mochila verde que contenía una chompa deportiva azul con el logotipo de la misma escuela; zapatillas blancas, una diadema café y útiles escolares. Entre la multitud se escucharon diversas frases del tipo: «¡La encontramos!» «¡La mataron!» «¡Pobrecita!» Algunas mujeres habían empezado a llorar; los agentes de policía pidieron a la muchedumbre que abandonara el lugar para no estropear las evidencias; sin embargo aquello fue imposible debido a cantidad de gente que se aglomeraba cada vez más. En una esquina del fondo observaron una hielera grande de espuma flex; escondida entre un montón de banderas políticas de color verde esperanza y azul oscuro, en el interior de dicho artefacto flotaban entre varias fundas llenas de agua, algunos restos presumiblemente humanos en estado avanzado de descomposición. Cabe resaltar que, debido a la aglomeración, uno de los agentes no pudo salir rápidamente mientras sostenía una arcada, por lo que tuvo que vomitar encima de las evidencias; inmediatamente el sargento pidió apoyo de la policía judicial junto con la ambulancia forense. Los moradores del sector indicaban que en ese local se impartía gimnasia rítmica y bailoterapia a niñas de entre seis y doce años; aseguran que desde hace un mes el lugar está cerrado, y que un vehículo sin placas y de vidrios polarizados se estacionó allí el viernes por la noche. Alguien de cuyo nombre no quiso acordarse, indicó a los agentes que el día sábado vio llegar a cuatro personas en un taxi e ingresar al lugar, y que luego de unas horas metieron tres bultos de color negro en la cajuela antes de marcharse; cuando los agentes le preguntaron si la noche del domingo también había visto algo sospechoso: manifestó que no. Luego de múltiples averiguaciones se determinó que el instructor encargado de los cursos de bailoterapia es el señor Jonathan Neira, más conocido con el alias de “Chino”, quien presumiblemente trabaja para el Ministerio del Deporte y Cultura.

El suscrito fiscal dio inicio a la correspondiente Indagación Previa, en la que se solicitaron las siguientes diligencias: los informes de reconocimiento del lugar y evidencias a cargo de los agentes de policía que suscribieron el parte policial. Las evidencias fueron entregadas mediante Cadena de Custodia al guardalmacén de la Policía Judicial de La Provincia, y los restos humanos fueron llevados hacia la morgue del hospital de Esta Ciudad.

Señor juez, al existir suficientes indicios de la existencia de un delito penal de carácter público, solicito que señale día y hora para la correspondiente AUDIENCIA DE FORMULACIÓN DE CARGOS en contra del señor Jonathan Neira alias “El Chino”.

Atentamente:
Dios y Patria nacionalista

 

Dr. Juan Vicente Camacho Morocho
Fiscal distrital de La Provincia
con sede en Esta Ciudad.

 

Cuando abrió los párpados aún estaba en la oficina, y los extraños ojos que había visto en el espejo aún seguían frente a él. Los observó con atención y se difuminaron enseguida. En ciertos momentos se desconcentraba por el dolorcito que sentía en los pulmones. Cerraba los ojos y trataba de buscar el lugar exacto de la molestia.

—¡Por tanto fumar tus ojos ya están amarillos! -le dijo su madre poco antes de que despertara-. ¡Deberías dejarlo!

En el sueño del fiscal su madre era joven, y en una silla de ruedas blanca que revoloteaba en el aire con un par de alas color del río había un canario muerto, sentado, que iba encendiendo uno a uno los millones de cigarrillos mentolados con los cuales estaba conformado un enorme árbol blanco.

Recordó la promesa que él le había hecho pero en ese momento la cambió mentalmente, indicándole que debía esperar a que terminara la cajetilla. Apenas acabó de encender el cigarrillo la guardó en un cajón de su viejo escritorio de barniz amarillento, roído y descascarado que al menor roce  desprendía pequeñas escamas.

 Un repentino y atento silencio nació de la incertidumbre al creer que había escuchado unos pasos afuera, en un súbito reflejo dio un vistazo al pestillo de la puerta: estaba puesto.

Permaneció quieto un instante, deseoso de captar algún ruido singular entre la ebullición normal del ambiente externo, pero la algazara que proviene de la normalidad fue la única que entre sus oídos se internó como una pacífica respuesta.

Leyó en voz baja la hoja que había escrito, mientras se abría la camisa y aflojaba una corbata azul con figuras rojas. En el abundante pelambre del sudoroso pecho empezaban a notarse las primeras canas.

Las volutas de humo lentamente teñían el aire con su olor angustioso. A través de la ventana abierta de la oficina miró el reflejo intenso e hiriente del sol en el asfalto, y reconoció el efecto de vapores vidriados entre charcos oscuros, lejanos e inexistentes. Cerró la ventana corrediza haciendo un poco de esfuerzo y al otro lado de los vidrios acaramelados la mañana tomó el color de la tarde.

Con el mando del aire acondicionado empezó a bajar la temperatura ambiente; sintió una repentina e incierta zozobra porque se llegó a imaginar que alguien aguardaba detrás de la puerta.

—¿Sí? –preguntó en voz alta mientras aguzaba el oído-. ¿Quién es? –En medio del silencio que esperaba una respuesta otro silencio le respondía.

Volvió a su informe fiscal y le quitó varias comas demás que en el papel impreso se hicieron evidentes; tenía el vicio de escribir entrecortando frases con aclaraciones innecesarias, solamente para asegurarse de que quienes leían sus informes supieran exactamente lo que los policías y él habían visto. Aspiraba el cigarrillo copiosamente mientras la impresora exageraba su lento y entrecortado chirrido de la cinta.

Escuchó que desde afuera su asistente le golpeaba la puerta:

—¿Doctor, le traigo café?

A media mañana, todos los días, los empleados del Palacio de Justicia tomaban café; el fiscal los acompañaba muy de vez en cuando; casi siempre se negaba porque había permitido que el juez  bromeara regularmente a costa suya.

–No, gracias Soledad –respondió-. Tengo que salir.

—Doctor –volvió a decir ella detrás de la puerta. El fiscal le abrió-. Esto llegó ayer –y le entregó un sobre membretado; el fiscal lo recibió y lo miró con atención por un instante, fue hasta el escritorio y lo dejó encima.

—Doctor, cambie de computador –dijo Soledad sinceramente-. ¡Con éste no vamos a acabar de subir al sistema los procesos!

—Es un regalo de mi madre –respondió el fiscal con orgullo de buen hijo-; me lo regaló cuando egresé de la universidad –explicó. 

—¿Hace cuánto fue? –preguntó Soledad con sincera coquetería.

—Fuu, ya son casi veinte años –dijo el fiscal correspondiendo al coqueteo.

 —¡Y de seguro que piensa jubilarse con él!          

 Ella abrió la puerta, y ya desde afuera sentenció antes de terminar de cerrarla:

 —Mañana traeré mi laptop, porque de lo contrario, no acabaremos nunca –y selló su frase con un moderado portazo.

 El fiscal agradeció mientras miraba el vaivén plateado de las únicas dos medallas deportivas que tenía, y que colgaban detrás de la puerta como un hermoso péndulo; las había ganado en los intercolegiales de judo hace treinta años, y fue lo único que había logrado durante toda su vida en materia de deportes. El fiscal se vio en su memoria pedaleando a toda marcha una bicicleta negra de carreras que le había prestado su tío; iba vestido con una camiseta lila, llena de triángulos y rombos fosforescentes, que le había regalado un primo. Se vio llegando al estadio los lunes, miércoles y viernes para entrenar en la categoría infantil, porque odiaba los martes, jueves y sábados en los que el profesor les hacía correr varias vueltas en la pista de atletismo, y hacer carretillas y otros ejercicios en los graderíos o en alguna escalinata cercana. Se acordó de su profesor de judo que les gritaba: ¡Arráncale la cabeza! ¡Arráncale la cabeza!, y de él, que con mirada asustada mientras sostenía al compañero de ejercicios en media técnica, y con verdadero temor de arrancársela, preguntaba:

—¿Y si se la arranco, profe Osorio?

—¡No importa! Gritaba el profesor regordete riendo a carcajadas, arrellanado en  su silla de plástico blanco; y el fiscal, nervioso y con miedo ante tanta indolencia, nunca se arriesgó a tanto. Sólo entonces tomó conciencia, treinta años después y dibujando una sonrisa entre su barba, de que el profesor tenía razón; de que por más que lo hubiera intentado no habría conseguido arrancarle la cabeza a nadie, ni sus fuerzas tampoco le habrían dado para tanto. Nunca se destacó en el judo porque era un mal alumno, como lo fue siempre para todo deporte; había ganado las medallas de plata porque únicamente había dos contrincantes de su peso, y solo uno de ellos era más débil que el fiscal, y fue a él a quien le ganó en dos campeonatos seguidos.

El fiscal volvió a tomar el documento que le entregó su asistente; el comunicado venía de la Subsecretaría del Ministerio de Gobierno, le pedían que, debido al estado de sitio y en pro de la seguridad nacional, toda diligencia del Ministerio de Justicia y del Ministerio Público debía ser solicitada e informada a la Policía Nacional y al Ejército: «Especialmente en las provincias fronterizas donde se tendrá especial cuidado del acatamiento de la norma expresa», por lo que la Fiscalía Distrital y el Juzgado Penal debían correr traslado de toda diligencia a sus nuevos superiores: el capitán Rodríguez, jefe de la Dirección Zonal de Policía, y el comandante Tambo de la División de Ingenieros del Ejército:

«…Quienes de ahora en adelante quedan posesionados y reconocidos como los celadores de la seguridad, integridad y control social dentro de Esta Ciudad…»

El fiscal guardó el papel en la carpeta donde archivaba todos los comunicados y órdenes de sus superiores. Por un instante el fiscal pensó en Jonathan Neira cruzando el río fronterizo con una mochila negra: «Es lógico –pensó-, tal vez ya ni siquiera está en La Provincia»; se dio cuenta que la Audiencia de Formulación de Cargos debía señalarse lo más pronto posible, para solicitarle al juez que imponga al sospechoso la prisión preventiva con fines investigativos.

Sobre el escritorio reposaba el libro diario, de donde debía pasar, una a una  al sistema, las más de tres mil denuncias de todo el año. El fiscal pensó en el juez y en sus ex compañeros de la capital. En todas las instituciones el trabajo fuerte lo hacían los pasantes; los jefes evadían el trabajo por días enteros y dejaban a un pasante de confianza, que normalmente era familiar cercano de algún político, como jefe encargado, esto le daba a la oficina un ambiente de igualdad; el pasante de confianza heredaba después el primer puesto vacante.

Sonó el teléfono y el fiscal contestó:

—Doctor Juanito –así le decía siempre la secretaria del juez-. Mi jefe me manda a preguntarle si ya le llegaron los informes periciales, porque necesita señalar la audiencia.

—¿A qué hora la va a señalar? –preguntó el fiscal. No tenía las pericias porque recién las había solicitado, pero sabía que el juez era partidario de poner en aprietos a todo el que pueda con tal de parecer eficiente. El fiscal pensó que podría acercarse a la comandancia de policía y solicitar los informes con la firma del capitán Rodríguez.

—Para las once y media, doctor Juanito.

—Ya. Dígale que señale nomás. A estos delincuentes hay que atraparlos rápido antes de que salgan del país –dijo el fiscal en tono de justiciero.

—Okey. Muchas gracias. ¡No se olvidará doctor Juanito de mi favor, recuerde que ya estamos diecinueve!; tengo que entregar el balance antes del veintiocho -el fiscal recordó su compromiso con ella; tenían que hacer el balance contable anual del juzgado. El año anterior habían recaudado más de cien mil dólares en multas; el fiscal y Margarita se habían quedado en la oficina hasta las once de la noche, durante una semana, haciendo la contabilidad. El fiscal era un hombre colaborador al que le costaba decir que no a cualquier favor que le pedían.

—Okey –dijo el fiscal-. Cuando acabemos estas diligencias nos ponemos a trabajar en lo suyo.

El fiscal sentía mucho aprecio por la secretaria del juez, fue ella quien lo ayudó a ligar a su ex novia: Mercedes, la mesera del restaurante “Viejo Lucho”; quien antes trabajaba en el puesto de copias del Palacio de Justicia; aunque hacía seis meses que ella le había terminado su relación, el fiscal seguía insistiendo. Al recordar el balance contable del juzgado el fiscal sintió por primera vez la necesidad de recibir ayuda de un pasante; recordó que solo pasantes atendían en la mayoría de departamentos del municipio, y los empleados con nombramiento vacacionaban dos o tres días por semana, haciendo turnos entre ellos; el fiscal no era partidario de eso, siempre cumplía las ocho horas de trabajo, y la mayoría de las veces abandonaba su oficina más tarde que los demás solo para no creyeran que estaba desocupado. Sintió que su madre le había enseñado bien, pues ella era todo lo contrario de su padre, un indígena que los abandonó y nunca se hizo cargo.

Sonó el fax y el botón rojo se encendió, el fiscal lo presionó inmediatamente y empezó a imprimirse; era un parte policial con nuevas noticias acerca del caso de María Emilia. Revisó su reloj cuando faltaban diez para las nueve, él saldría en ocho minutos para evitar un posible retraso. Observó que había dejado el prólogo de su novela «Navidades Escadumbrosas» encima del escritorio; estaba dentro de una vieja carpeta azul de su época de estudiante, y la guardó en uno de los cajones del escritorio. El fiscal no usaba los bienes públicos para su uso personal; imprimía el borrador de su novela en el puesto de copias que había en el primer piso del Palacio de Justicia, donde antes trabajaba Mercedes: aquel negocio le pertenecía a la nuera del alcalde, esposa del vicealcalde.

Sacó del fax el parte policial; volvió a redactar los nombramientos correspondientes y las disposiciones necesarias, y luego envió todos los documentos por email. Redactó un nuevo informe y leyó en voz alta la parte pertinente:

«…gracias a una llamada anónima del día de hoy, la Central de Radio Patrulla solicitó a la policía que se acercara hasta un sector periférico de la ciudad conocido como el sector Nor Oriental, en donde los efectivos policiales hallaron en una quebrada, a 400 metros de la vía, varias fundas de color negro con restos incinerados. Adjunto las fotografías correspondientes de las evidencias, las mismas que detallo a continuación: un dorso, dos miembros superiores y dos inferiores que, al parecer, pertenecen a la misma persona de sexo femenino».

«Según el examen biométrico realizado, se trata de alguien de entre nueve y once años de edad. Se depreca a una de las fiscalías de la capital para que nombren uno o dos peritos especializados y los envíen a Esta Ciudad para que realicen las pericias correspondientes, caso contrario, el suscrito fiscal de La Provincia con sede en Esta Ciudad, sugiere que se nombre al médico forense de esta jurisdicción: Dr. Andrés Cagua, para que realice la pericia respectiva...»

Antes de salir escribió al departamento técnico una solicitud para que le instalaran el antivirus a su computador porque se colgaba continuamente. En seis meses envió varias solicitudes y no recibía ninguna respuesta.

El teléfono volvió a sonar, la voz de Margarita sonaba desesperada.

—Doctor Juanito.

—¿Qué pasó doctorcita?

—El señor juez quiere saber si ya le enviaron otro parte policial sobre el caso de la niña.

—Sí, recién llegó. ¿Por qué?

—Porque quiere señalar dos audiencias para hoy.

—No doctorcita –respondió el fiscal en tono paternal-. No se puede: porque se necesitan peritos especiales.

—El juez quiere que el doctor Cagua realice la pericia, dice que lo están presionando desde la capital.

—Entiendo, pero recibí un comunicado del Ministerio de Gobierno donde se nos exige que toda diligencia se corra traslado primero al…

—Sí, doctor –interrumpió ella-, nosotros también lo recibimos; pero el juez quiere que sea usted quien posesione a los peritos y no los militares, ya le digo que nos están presionando.

 —Ya doctora –dijo el fiscal mientras arrugaba las cinco copias del informe que acababa de imprimir-. Dígale al doctor Alulima que señale nomás las dos audiencias; ya veré qué hago.

Con cara de irremediable tragedia el fiscal volvió a echar la colilla de otro cigarrillo en el cenicero; el computador cambió la interfaz del escritorio por un salvapantallas; faltaban tres minutos para las nueve, era momento de salir.

Dejó los sobres en los respectivos casilleros. Salió al Parque Central que se encontraba a escasos ochenta metros del Palacio de Justicia; los altavoces colocados en medio del césped, y debajo de las lámparas del parque, difundían la programación de la radio municipal: música nacional que no pasaba de moda, entrevistas al alcalde o a sus partidarios del concejo municipal, y spots publicitarios de las obras que se encontraba haciendo el municipio.

Al llegar a la esquina se tocó el bolsillo de la camisa y comprobó que había dejado los cigarrillos en la oficina; regresó la mirada hacia el Palacio de Justicia como el amante que al partir el tren no pierde de vista a su amada; había arrastrado su afición al cigarrillo por más de veinticinco años. Un vendedor de libros jurídicos estacionó su camioneta en la puerta del Palacio de Justicia; el fiscal lo vio acomodando los libros en el balde, arrimándolos en cartones vacíos. El hombre regresó a ver al fiscal y el sol de las nueve acariciaba su silueta en contraluz, su cara permanecía semioscura. El fiscal volvió la cabeza y se metió en la tienda; el dueño acababa de salir de una camioneta Datsun celeste que tenía cartones en vez de moquetas, y al verlo, entró saludando.

El fiscal echó un vistazo al perchero de los periódicos, era de color rojo y estaba vacío. Compró un paquete de cigarrillos, pagó con un billete de diez dólares y encendió uno con la fosforera que colgaba a un lado de la puerta junto al refrigerador de las gaseosas; al recibir el cambio, el fiscal notó algo raro; contó el vuelto: el tendero se había quedado con dos dólares. Le devolvió el dinero indicándole su error y el tendero contrajo la boca con desgano, pero cambió su actitud enseguida.

—¿Me equivoqué? -dijo mientras estiraba la mano con desgano para recibir nuevamente las monedas-. A ver –masculló mientras contaba-. Ajá; tiene razón -tomó dos dólares que estaban sobre el mostrador y se los entregó-. Discúlpeme -le dijo el tendero fingiendo una sonrisa; el fiscal recordaba que era la décima vez que el tendero repetía la misma escena en lo que iba del mes; esperaba que alguna vez llegue a su oficina una denuncia, porque suponía que lo tendría bien merecido, y con gusto llevaría a cabo la investigación; el fiscal creía que si se contaba el número de viajeros, borrachos y niños estafados, la suma podría ascender a decenas de miles de dólares.

Cuando salió de la tienda un bus interprovincial  se estacionaba junto al parque; los heladeros, aguateras, y vendedoras de mote choclo con chicharrón: subieron en fila. Al cruzar la calle interceptó a un vendedor de periódicos que acababa de bajarse, el tipo estaba sudando y despedía un olor que le obligó al fiscal a retirarse un poco. Le pidió “La Hora”, el vendedor dijo que ese día no hubo tiraje, porque los empleados del periódico hicieron huelga; pero le ofreció un ejemplar del día anterior, el fiscal lo compró y  siguió caminando.

Sintió gran satisfacción al saber que tenía en sus manos un caso muy importante; la foto de la niña desaparecida, con blusa turquesa y pantalones jeans azules con manchas blancas, repiqueteaba en su mente cada vez que pensaba en ella.

Todos los diarios del país hablaban en sus primeras páginas sobre su desaparición, y el día anterior, el diario de la tarde había hecho circular un póster con la fotografía ya conocida de ella, a color y en papel cuché, pidiendo que todos lo pusieran en sus casas.

El fiscal se vio dando declaraciones en los medios nacionales e internacionales que seguían de cerca el caso de la desaparición de la niña María Emilia Paladines, y aprovecharía el momento para expresar abiertamente sus opiniones acerca de los errores de tipificación de delito, y solicitando a los asambleístas una ley en favor de los intelectuales; también les pediría un cambio en la ley de la niñez y la adolescencia para que vaya acorde con las necesidades reales de los niños, y que no le impida al alimentante que pueda conseguir un trabajo público que le permitiera mantener a sus hijos, pues, según el código vigente, no se les permitía a los deudores de más de dos cuotas que puedan participar en un concurso para un cargo público; para el fiscal eso era una injusticia, porque un desempleado jamás podría pagar la deuda ni alimentar a sus hijos, llevándolos a un empobrecimiento y desnutrición cada vez mayor; para el fiscal eso era una camisa de fuerza, un pretexto de la élite indígena para evitar que los pobres blancos puedan conseguir un trabajo en el sector público, con el consentimiento de mujeres vengativas que no tenían otra manera para hacer que los hombres pensaran en ellas. Aunque no le preguntasen directamente sobre aquello, él estaba dispuesto a meter sabiamente esos asuntos dentro del contexto de las entrevistas, como si fueran importantes ejes transversales que debieran ser tomados en cuenta para evitar que la sociedad continúe con su degradación hasta terminar en ese tipo de actos atroces.

Mientras cavilaba, satisfecho de su progreso, se dio cuenta de que ya no sería un fiscal irrelevante; sintió que podría dejar los asuntos domésticos en segundo plano. Sus compañeros de la facultad ya no se burlarían de él, y no volverían a decirle que es un fiscal vago de esos que solamente pasan leyendo los partes policiales y los informes de los peritos en las audiencias sin hacer ningún análisis.

Un vendedor de libros que solía vender literatura de La Provincia se acercó al fiscal cuando acababa de cruzar la calle. El vendedor salía del municipio, y al verlo, le extendió la mano con la más reciente novela de Carlos Carrión: “La ciudad que te perdió.” Lo arribó con una frase suya que el fiscal conocía de sobra; le sonrió y pagó los diez dólares que costaba la novela, sin haberse detenido ni siquiera a hojearla; era de pasta blanda de color verde, con la imagen de una solitaria mujer vestida de negro.

Al fiscal le cayó bien el sujeto desde que lo conoció:

El vendedor promocionaba la Epopeya Épica al Abya Yala en el Palacio de Justicia; entró a la oficina del juez luego de venderle un ejemplar al fiscal, y el juez lo sorprendió con una frase que atravesó inmediatamente su cerebro; y que de no ser él, habría desconcertado a cualquier vendedor de libros: «Aquí nadie lee». El vendedor murmuró algo que hizo enrojecer de ira al juez; quien, sintiendo que habían insultado su sagrada investidura, solicitó a los guardias que sacaran inmediatamente al vendedor por malcriado. Mientras era empujado por los guardias hacia la puerta, en el porcelanato blanco recién trapeado el vendedor dejó sus huellas marcadas, sobre las cuales quedó flotando un vaho amargo conteniendo el mensaje: «Este país cambiará el día en que los intelectuales tengamos un trabajo digno, y a los empleados públicos los eduquen en humanismo».

El fiscal guardó la novela en un bolsillo del traje y continuó cavilando sobre su supuesto éxito inesperado; al fin tenía un caso diferente que no era la habitual violencia doméstica; él siempre había intervenido como mediador entre las parejas; cada mes tenía al menos veinte denuncias de esposas enfurecidas porque sus maridos llegaban borrachos a insultarlas. El fiscal abría un expediente que siempre era archivado después de la primera audiencia porque las parejas se reconciliaban antes de entrar a la etapa de Instrucción Fiscal.

Se acordó de su ex esposa: se llamaba Yulisa; él nunca pudo entender los motivos que generaban su desequilibrio. No era celosa ni el fiscal le había dado motivos para serlo; sin embargo, fue como si su actitud explosiva lo hubiera relegado en sus deberes de esposo hasta convertirlo en un simple sirviente doméstico. Se sintió orgulloso al pensar que Yulisa se moriría de envidia si supiera que se había convertido en un hombre importante; incluso lo hubiera felicitado teniendo sexo, pero una sola vez, como cuando lo gratificó al comprarle el auto que ella le había pedido para su cumpleaños, vehículo utilizó para llegar con sus amigas a un prostíbulo de mujeres donde la grabaron teniendo sexo con el streeper: video que se hizo viral en menos de un día.

En la prevención de la Dirección Zonal de Policía un grupo de agentes del orden comentaban sobre la chica del sexi horóscopo; esa semana la modelo había sido una prostituta rubia de la sierra que posaba desnuda con antifaz, los pezones y la vagina habían sido cubiertos con pequeños círculos rojos.

El fiscal tenía un problema de postura; se aclaró la garganta y enderezó su cuerpo mientras elevaba la voz:

—Buenos días. ¿Aquí está el capitán Rodríguez? –dijo, señalando el bloque de oficinas.

Uno de los policías, más pequeño y más gordo que el resto, levantó la cabeza con una mirada escrutadora; estudió al delgado fiscal de arriba abajo como si se tratara de un campesino pulcramente vestido, esbozó una minúscula sonrisa y pronunció en tono de superioridad:

—¿El capitán Gerardo Rodríguez?

El fiscal recompuso el torso –por momentos se olvidaba de su problema postural.

—Así es, tenemos que hacer una diligencia importante.

El cabo exageró su admiración, uno de los policías sonrió al verlo.

—Soy el fiscal distrital de La Provincia con sede en Esta Ciudad: Dr. Juan Vicente Camacho Morocho –y le mostró orgullosamente su identificación.

El policía vaciló incómodo, desvió la mirada hacia un punto por encima del hombro del fiscal, y antes de hablar se mordió el labio superior.

—¿Viene por algún asunto oficial?

—Correcto, tenemos que hacer una diligencia. Necesito la firma del capitán para solicitar que envíen desde la capital unos peritos especializados –dijo el fiscal mientras le extendía una copia de sus informes.

El policía anotó con un bolígrafo azul los datos del fiscal en un trozo de papel y luego lo dobló.

—Espéreme un momento –le dijo. Le dio el papel a uno de sus compañeros que luego salió de la prevención con rumbo hacia el edificio. 

Camino de las oficinas se detuvo a conversar con un policía que estaba regando el jardín. El fiscal vio que el policía le indicaba al otro algo con la mano: un lugar; el cabo le dio una palmadita en el hombro y continuó a través del amplio patio.

Regresó diez minutos después.

—Hay malas noticias, no está el capitán; pero ha dejado este Parte para usted –el policía le extendió su mano con el documento.

El fiscal no dijo nada y tomó el Parte policial, su incredulidad debió de manifestarse en su gesto porque el cabo se apresuró a explicar:

—Es que hoy es martes y el capitán solo viene por la tarde, si es que viene -el policía empezó a rascarse la nariz- porque hoy tiene la reunión del Comité de Emergencia.

El fiscal lo escrutaba con la mirada, comprendió que podría estar mintiendo.

—Pero es que el Código es claro en lo que respecta a que el delegado de policía es quien debe…

—Y mañana también va a estar ocupado –lo interrumpió otro policía mientras hacía un tubo con el periódico -como si lo quisiera para matar moscas.

—El capitán está a full de reuniones -dijo el primer policía.

El fiscal entendió que debía actuar de un modo enérgico:

—Es que… –el fiscal se dio cuenta que no tenía el coraje suficiente para hablar autoritariamente con ellos que se esforzaban en demostrarle que no le darían ninguna importancia a lo que les iba a decir- disculpe, verá, este caso es de vital importancia…

—Así es, doctor –volvió a interrumpir el líder del grupo-, pero nosotros no podemos hacer nada. Con todo ya le preguntaré al capitán qué día puede atenderle, deme su número.

—0983… -el fiscal comprendió que el policía se estaba deshaciendo de él; quiso decir algo pero solo le salió una exhalación derrotada cuando acabó de dictar el número de su celular.

Estaba en la calle, sacó el paquete de cigarrillos y empezó a fumar. No estaba seguro de qué hacer: si saltarse el protocolo o esperar a que el capitán regresara; pero no esperaría hasta el lunes porque la Audiencia de Formulación de Cargos estaba señalada para las once y media. El juez le reclamaría el informe pericial, y de no tenerlo, en la audiencia lo haría quedar mal y después terminaría elevando una queja a la Fiscalía de La Provincia. El fiscal conocía de sobra el complejo de inferioridad del juez y su manía por denunciar a quienes poseen un rango de inferior jerarquía; le gustaba sentirse poderoso y eficiente, y para sentirse de esa manera denunciaba cualquier pequeño error de alguno de sus subordinados.

El fiscal decidió ir solo en busca del peritaje forense, ya habría tiempo después para elevar una queja a la Comandancia General de Policía con copia a la Fiscalía de La Provincia.

Pensó en su madre mientras caminaba, y recordó que debía comprar la receta que ordenó el geriatra, decidió que la compraría apenas regrese del hospital, de paso que la saludaba a la vecina de la farmacia: una mujer guapa de cabello rizado con la que siempre conversaba. 

Frente al municipio tomó un taxi camioneta y le pidió al chofer que lo llevara hasta el hospital; cuando entró fue en busca de la morgue; caminó entre los enfermos que suspiraban de dolor en los pasillos hasta que por fin encontró un guardia.

—Disculpe, ¿en dónde está la morgue?

—Arriba –respondió el guardia-, pero necesita una autorización para poder entrar.

—Estoy buscando al doctor Andrés Cagua; se trata de un asunto oficial del Ministerio Público –el guardia no entendía exactamente lo que quería decir el fiscal.

—Soy el fiscal distrital…

—Espere un momento –interrumpió el guardia, y fue a preguntarle a una enfermera que acababa de salir del área de emergencias; ella miró al fiscal con antipatía, entró nuevamente y salió un minuto después. El fiscal no alcanzaba a escuchar lo que ambos conversaban, los dos sonrieron y el guardia regresó nuevamente.

—Ha salido; espérelo si quiere –le dijo mientras indicaba con la mano un asiento libre en la sala de espera.

El fiscal tomó asiento; la enfermera salió a recibir a tres policías que llegaban con un anciano esposado que apestaba a gas pimienta. El octogenario se quejaba de no poder respirar, llevaba una camisa blanca llena de manchas amarillas. Un policía le presionaba la cabeza para que no pudiera levantarla. La gente protestó por el olor. El policía que le presionaba la cabeza le ordenó al otro que se llevara al detenido y que lo dejara en el patrullero. Mientras caminaba el anciano seguía reclamando que no podía respirar y demandaba la ayuda de los presentes, hasta que sus clamores se fueron perdiendo a través de la salida. La enfermera hizo pasar al policía inmediatamente.

Junto al fiscal estaba sentada una adolescente rubia que estaba embarazada y que lloraba de dolor, junto a ella, un hombre de tez blanca, de mediana edad y de barba abundante, se rascaba la calva mientras sostenía una vieja maleta negra y una colcha de bebé amarilla, desgastada por el uso. Un olor a pollo asado se escapaba de alguno de los puestos, pero el fiscal pensó que ese olor era mejor que el de los orines y el desinfectante barato que abundaba en el ambiente.

Abrió el periódico: el titular anunciaba que se habían dado algunas marchas en la ciudad a favor de la paz, y en las fotografías aparecía un grupo de señoras con la camiseta que llevaba en su pecho una imagen grande de María Emilia Paladines, que había tenido diez años y se había perdido desde el 15 de diciembre. En otro titular se anunciaba la cadena radial a nivel provincial, que se denominaba: “Te encontraremos María Emilia,” en la que todos los medios de comunicación hacían una teletón para recabar información de quienes pudieran tener algún dato relevante acerca de su paradero; otro titular decía que con los derechos de los niños no se negociaba, y mostraba una fotografía del padre de María Emilia dando un discurso desde el balcón de la Gobernación junto a las autoridades. Empezó a hojear el periódico: el veintisiete de diciembre comenzaba la campaña electoral para ratificar el sí o no a las siete preguntas que había propuesto el Presidente de la República. La preguntas más controversiales eran acerca de la castración y cadena perpetua para los violadores y asesinos de niños; triplicar el presupuesto de los gobiernos autónomos descentralizados; repartir libremente el Presupuesto General del Estado a través del Ministerio de Finanzas, sin tener que presentar ninguna proforma presupuestaria a la Asamblea Nacional; la eliminación del impuesto a la salida de divisas y la no declaración del patrimonio en paraísos fiscales. Cambió de página y leyó una entrevista con el Ministro de Educación, en la que insistía que «por el derecho a la vida y la educación de nuestros niños, debemos votarle al sí».

Al pasar la página sintió que alguien lo observaba; levantó la mirada. Una niña rubia recostada en su madre movía las piernas de una pequeña muñeca de trapo como si flotaran en el aire. Con el corazón sobrecogido, al no tener otra cosa más que aguardar, siguió leyendo. Cada quince minutos una enfermera surgía de la sala de emergencias y llamaba a alguna de las personas de la sala. El hombre calvo y la adolescente embarazada entraron a través de una puerta de vidrio esmerilado. La enfermera miró al fiscal mientras cerraba:

—Espérele nomás un ratito que ya mismo viene el doctor, se fue a hacer una diligencia –y terminó de cerrarla.

El fiscal Camacho observó las sombras de la enfermera y de la pareja a través del cristal; no entendía qué era lo que hablaban, tampoco tenía interés en escuchar lo que conversaban del otro lado. Una tercera sombra, más alta que las otras, apareció junto a la puerta esmerilada que se abría enseguida; era el policía que había traído al anciano, quien salía sonriente con un papel en la mano. Esa situación pasaba desapercibida para todos, menos para el fiscal distrital de La Provincia con sede en Esta Ciudad, quien acababa de corroborar lo que en cientos de audiencias de Calificación de Flagrancia había escuchado, pero que jamás les dio credibilidad a las versiones de los detenidos: ¡Los certificados de no poseer huellas de maltrato físico ni psicológico: se entregaban a la policía sin auscultar a los detenidos!

El gendarme se encontró frente a la mirada inquisidora del fiscal Camacho, enseguida dejó de sonreír y aceleró su paso a la salida.

El doctor Cagua no llegaba; el fiscal quiso decirle algo a la enfermera pero no sabía con exactitud qué. Levantó la vista, el patrullero se alejaba con las luces encendidas. Camacho se preguntó qué debería hacerse con los policías que abusaban de su autoridad y no respetaban el protocolo institucional. Al principio había pedido al Comandante General de Policía que pusiera más cuidado en el traslado de los detenidos y de su custodia en los calabozos, pero el comandante protestaba: «Si ya cuidamos de los presos, desde la detención hasta los calabozos, cómo impedimos que se hagan daño ellos mismos». El fiscal creyó conveniente enviar un nuevo escrito pidiendo mayor atención a los protocolos y diligencias policiales, estaba seguro que los altos mandos desconocían el asunto.

Una voz serena con acento aniñado lo sacó de sus cavilaciones:

—¿El fiscal Camacho?

Un hombre alto y de lentes, con barba de chivo un poco larga y una enorme trenza: abría un paquete nuevo de guantes a su lado. El hombre en cuestión debía de rondar los cincuenta años; había unos pequeños restos de tamal en su bata médica que delataban el motivo de su diligencia.

—Soy Andrés Cagua, el médico legista –e hizo una pequeña venia mirando fijamente a los ojos del fiscal, éste correspondió; luego lo llevó por un pasadizo bien iluminado entre dos filas de camas llenas de dolores.

Una mujer rubia, de ojos verdes y venas azuladas, ataviada en un viejo uniforme de limpieza: pasaba el trapeador al piso de vinil celeste, y luego lo enjuagaba en un balde amarillo con ruedas verdes. Usaba unas zapatillas blancas con rosado, viejas y descoloridas que parecía que se iban a romper a pedazos. Al pasar el doctor Cagua por su lado la mujer detuvo el trapeador, y mirando al médico con sumisión, balbuceó un saludo en medio de una sonrisa de inferioridad. El médico no la miró y se dirigió hacia el fiscal:

—¿Es usted de la capital? –dijo Cagua mientras entraban en un pabellón anticuado con otra sala de espera-. 

—No. Soy de aquí –dijo el fiscal desconcertado, no entendía por qué el médico actuaba de esa manera con aquella pobre mujer-. Lo que pasa es que viví cerca de veinte años en la capital. ¿Cree usted que pueda realizar las pericias sin el acompañamiento de peritos especializados?

—Yo no sé para qué necesitan peritos especializados –dijo el médico-, si somos lo mismo. Algunos “especializados” son de aquí, y fueron mis compañeros más vagos –el fiscal le escuchaba sin decirle nada, solamente asentía con la cabeza mientras caminaban a través de un pasillo desde donde se podían ver a los lados, las habitaciones con algunas personas recuperándose. El médico continuó-: Ya tengo incluso hecho el informe; yo también quisiera vivir en la capital y que me digan “especializado” solo por hacer un cursillo de una semana; tendría más trabajos de este tipo –dijo al fiscal mientras le sonreía y le daba una palmadita en la espalda-. Supongo que usted debe tener alguna buena razón para venirse, me imagino que alguna buena novia debe tener por acá –el médico le hizo un gesto de picardía.

—No –corrigió el fiscal, aunque la alusión a lo de “buena novia” le hizo pensar en Mercedes-. Mi madre sigue aquí, y nunca quiso irse, decidí venir por ella.

—Entonces vino a convencerla –dijo el médico en tono cordial.

—No; volví para estar pendiente –argumentó el fiscal-. Ya está mayorcita -El fiscal sintió que el médico indígena se creía superior a él. Se acordó de dos primas que también se creían superiores al resto de profesionales. El fiscal cariñosamente las llamaba “Las civilizadas”, especialmente a una de ellas que se llamaba Stefany, que era quien más lo molestaba y que había acelerado la muerte de su abuela centenaria, aplicándole la segunda vacuna contra el COVID y dos sueros casi al mismo tiempo. La anciana murió en un mar de diarrea apretando fuertemente sus manos, mientras sentía que millones de cuchillas de dióxido de grafeno destrozaban su corazón por dentro.

Al pasar por una  puerta grande de vidrio esmerilado el forense pasó rosando al hombre que momentos antes estaba sentado junto al fiscal; le había entregado su maleta negra a una enfermera que se la recibió en la puerta, y ella le recriminaba autoritariamente por no tener ropita nueva y pañales desechables para el recién nacido. La enfermera sacó del fondo de la maleta una funda que olía a pollo asado. Le reconvino al hombre por traer comida al hospital y le recordó que estaba prohibido darles comida a las parturientas; rompió la funda y echó todo el contenido en el basurero. Sacó una bolsita que contenía pastillas para el dolor y las fue echando una por una para que no las volviera a recoger. Casi todos los familiares de las parturientas, que esperaban sentados en dos sofás tripersonales negros, puestos en los pasillos frente a la puerta, miraron al hombre como quien merecía el castigo; el fiscal lo miró compasivamente, el hombre parecía desear que la tierra se lo tragara.

—¡Gracias, esto nomás! -dijo la enfermera y cerró la puerta.

Entraron en una sala llena de parturientas que caminaban de un lado a otro: unas cogiéndose el vientre y otras gritaban de dolor encima de una camilla esperando su turno; un extraño aire, rancio y pegajoso, llenaba el lugar. El fiscal vio a dos enfermeras saliendo del quirófano con unas cajas blancas con franjas amarillas, el fiscal quiso saber qué eran porque nunca antes las había visto. Un médico de tez cobriza, barba de chivo y cabello largo recogido con un moño de runas de colores, acompañado por un grupo de estudiantes a su alrededor, explicaba en su lenguaje de galeno la etapa de dilatación de una adolescente, mientras le introducía sus dedos enguantados en la vagina. Ella miraba dolorida y desesperada como uno a uno cada estudiante iba haciendo lo mismo, en las cavidades donde hasta ese momento solo se lo había permitido a su pareja. Su mirada se cruzó por un instante con la del fiscal y se sintió avergonzada: era la adolescente rubia de la sala de espera. Uno de los médicos se acercó al doctor Cagua y le preguntó algo acerca de una rifa para el fin de semana; se quedaron conversando mientras el fiscal vio que la enfermera entraba disgustada, y comenzó recriminar a la mujer por meterse a tener hijos sin haber visto que primero el hombre tuviera un trabajo seguro y un sueldo para mantenerla, y para que pudiera comprarle lo necesario al niño. Agarraba con dos dedos cada una de las pequeñas prendas viejas y las iba poniendo a su lado, levantándolas todo lo posible para que nadie en la sala se quedara sin verlas. Cagua y el otro médico regresaron a ver y sonrieron, luego siguieron conversando como si nada. El fiscal quiso decir algo, pero sintió que el lugar no le correspondía, y masculló en silencio su amarga timidez. Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de la adolescente mientras las mujeres que ya habían dado a luz anteriormente y estaban junto a sus esposos, se reían a costa suya. El doctor Cagua tomó una mesa rodante de acero inoxidable que estaba detrás de una cortina, junto a otras que no hacía falta adivinar que se trataban de cadáveres cubiertos con sábanas, y la llevó hasta un cuarto contiguo. El fiscal alcanzó a ver a una mujer que estaba dando a luz parada y que se defecaba al mismo tiempo, porque los médicos no la habían ingresado al quirófano y se habían olvidado de ella. Una médica joven gritaba desesperada pidiendo ayuda, y el fiscal se acordó de la cara de su prima Stefany, quien desesperada junto al cadáver de su abuela les solicitaba ayuda a los paramédicos de la ambulancia, quienes trataban de hacerle entender que ya no había nada qué hacer, que debía de haber pensado primero antes de haber cometido una novatada tal. 

El forense abrió una puerta y entraron, encendió las luces y una de las lámparas siguió parpadeando.

—Yo venía a preguntarle que si podría hacer la pericia –indicó el fiscal-, pero ya que la tiene hecha, solo vine por el informe.

El doctor Cagua cerró la puerta y se acercó al escritorio, movió un poco el ratón de la computadora y  la pantalla se encendió. Se acomodó los lentes y buscó atentamente el archivo que deseaba, presionó una tecla y la impresora empezó a trabajar; luego levantó la mirada hacia el fiscal.

—¿Ya vio el cadáver?

—¡No! Hasta este momento solo he solicitado las pericias –dijo el fiscal un tanto nervioso; estaba evadiendo al cadáver en sus pensamientos, solo tenía ganas de salir de ahí lo más pronto posible.

El doctor Cagua se dirigió hasta la mesa de metal; el fiscal sabía que fuera lo que fuese que estuviera allí, no tendría forma humana. Brevemente se acordó de la bisabuela de Úrsula Iguarán y su obsesivo olor a chamusquina; trató de seguir pensando en Macondo y en Cien años de soledad cuando el médico tomó la sábana:

—Solo me gustaría que me ayude con el inf… -no pudo terminar su frase ya que el médico destapó la mesa; el fiscal se sobresaltó. Pensó por un instante en el poema de Kelver Ax; imaginó al niño cinco años comiéndose a su mejor amigo, un pollo blanco, «descuartizado sobre un nido de arroz». Por más que el fiscal intentaba desviar su mente con literatura solamente recibía imágenes grotescas.

—Aún no han encontrado la cabeza –dijo el médico-, ¿sabe algo al respecto?

—No, todavía estoy esperando las pericias –como un breve chispazo le sobrevino el recuerdo de que solamente tenía hasta las once de la mañana para obtener todos los informes periciales-. ¿Por qué tienen a los cadáveres en obstetricia?

—Falta de espacio –dijo el médico-. Además, da igual, porque no hay congeladores, y nunca los hubo. Los cadáveres permanecen aquí hasta que vienen sus familiares a retirarlos; y cuando ya se quedan muchos días los enviamos a La Provincia; allá permanecen un tiempo, y si nadie los retira, son vendidos a las universidades privadas para que enseñen anatomía.

—Pero, ¿y qué hay de las parturientas? –alcanzó a preguntar por fin el fiscal.

—Ellas están más interesadas en sus dolores que en olor de los muertos. La mayoría vienen del campo –continuó conversando el médico-, estar junto a los cadáveres les recuerda a sus abuelitas, ellas siempre decían que dar a luz es como tener un pie en la tumba.

—Pero el gobierno, la sanidad o alguien por ahí, ¿no les dice nada? –preguntó el fiscal Camacho seriamente interesado.

—No, pues; si ellos mismo dicen que hagamos esto. Usted no debería admirarse porque allá en la capital, en el Hospital Público del Norte, es lo mismo.

—Yo trabajé en el sur.

—Bueno, pero si ni siquiera les importa en el norte, donde se supone que todo es mejor; imagínese aquí, desde que inauguraron el hospital ninguna autoridad se ha acercado.

—Me parece terrible –dijo con decepción el fiscal.

—Bienvenido a la modernización de la salud; sepa usted señor fiscal que en la mayoría de  hospitales públicos, cuando alguien se muere, es llevado a la sala de obstetricia –el médico sonrió, pero para el Dr. Juan Vicente Camacho Morocho ése no era asunto de chiste.

—La moderna salud de calidad y calidez –sentenció con ironía el fiscal; y luego preguntó —¿Qué son esas cajas blancas que sacaron las enfermeras del quirófano?

El médico pareció incomodarse con la pregunta del fiscal. La impresora dejó de sonar; el médico se acercó al escritorio mientras dijo: «solo son contenedores» y retiró los documentos; les estampó su firma y sello; levantó la mirada hasta donde el fiscal y le extendió los papeles. 

—Todavía era impúber. Los sádicos la violaron de todas las formas posibles y después la quemaron; he conseguido muestras de semen en su vagina, su ano y su estómago, pero dudo que el Estado pague por las pruebas de ADN.

—¿Sabe cuántas personas pudieron haberlo hecho?

—En crímenes de este tipo siempre participan tres o cuatro personas; es lo más común.

—Ok, doctor; lo esperamos en la audiencia a las once y media –dijo el fiscal despidiéndose porque tenía ganas de salir de aquel sitio tan pronto como fuera posible; estaba pensando en qué debería responderles a los medios cuando le pregunten acerca de los causantes del hecho; pero antes iría a vomitar en el baño.

—Hasta luego, doctor. Avíseme si logra tener noticias de la cabeza –repuso con sorna el médico-, creo que a sus padres les gustaría verla.

Cuando el fiscal salió del área de obstetricia estaba pálido. «Pedófilos –pensó-, solo ellos serían capaces de algo así». Mientras pasaba por el pasillo vio a un médico gordo, de frente amplia y cabello negro ondulado, que negaba darle atención a un bebé que un joven de unos veinte años sostenía en sus brazos. El niño parecía estar grave, pero el médico le discutía diciéndole que no tenía turno y que era la hora de su almuerzo.

—Por favor, doctor, mi hijo se está muriendo: no sea malito; las enfermeras dicen que usted es el único que podría atenderlo.

—¡No moleste, señor! ¿No entiende? ¡Usted no tiene turno!

—Lo sé, doctor, pero las enfermeras me dijeron que espere hasta que acabe de atender a sus pacientes y que le ruegue que por favor atienda a mi hijo. Mire, está grave; por favor, doctor, no sea malito.

—¡A ver, respéteme, señor! ¡En primer lugar, mi apellido no es Malito, mi apellido es Hernández! Si quiere le muestro la cédula: ¡Her-nán-dez! Con hache y zeta al final. ¡Her-nán-dez! Le repito para que lo entienda; y se lo digo de una vez: toda mi vida que he trabajado en el Centro de Salud Nº 1; jamás. Escúcheme: jamás he dado turnos extras a nadie, y no voy a venir a hacerlo ahora que estoy en esta pendejada de hospital. ¿Me entendió? ¡Y quéjese si quiere a donde quiera, porque aquí nadie le va a hacer caso, aquí a mí la gente me respeta!

—Doctor, discúlpeme por decirle que no sea malito, pero por favor atienda a mi hijo –al joven se le quebró la voz- mire que está muy grave y se me puede morir –al joven parecía que se le iban a ir las lágrimas.

—¡A ver, señor! Ése no es mi problema, y deme permiso.

El médico lo hizo a un lado con su brazo y se marchó; una enfermera que lo vio alejarse al médico con actitud resuelta, se acercó al joven porque sollozaba en silencio con su hijo en brazos.

—No se preocupe, joven, ya mismo viene el doctor Fernández, es un flaquito nomás, medio morenito; pelado, alto; por ahí está. ¡Qué bonito su niño! ¿Cómo se llama?

—Se llama Percival –dijo el joven.

¡Percival! ¡Qué bonito nombre! El doctor Fernández es buena persona, él sí le atiende, ya lo verá; él es bien bueno.

«Es incluso mejor que ese otro» -dijo una auxiliar que hacía prácticas en el hospital, y bajando un poco más la voz, continuó: «Ése Hernández aquí no es nada».

—Lo que pasa es que le gusta andar lamiendo las botas de los directores –dijo la enfermera-, por eso lo tienen aquí, sino, ya lo hubieran botado hace fechas. Aquí nadie lo quiere –y levantando la voz nuevamente, concluyó-. Espérelo nomás, ya mismo llega el doctor Fernández, y se perdió por el pasillo.

El fiscal sentía rabia e impotencia al mismo tiempo. Tenía ganas de ir detrás de ese tal doctor Her-nán-dez, y darle una paliza por ser tan inhumano; sus pensamientos fueron interrumpidos por un tumulto de gente que se acercó a la ventana entre murmullos y cuchicheos.

Se estacionaron en el patio cuatro vehículos 4x4 de vidrios polarizados: dos eran de color negro, uno de color azul y otro de color beige; de uno de los vehículos se bajaron dos hombres bien vestidos acompañados de una pareja maltrecha, con huellas de no haber dormido durante varias noches; junto a ellos entró un grupo policías municipales.

Del vehículo beige salió el alcalde, del negro salió el gobernador junto a una mujer amazónica de cejas bien pobladas que el fiscal no había visto desde que estaba en el colegio, y que desde adolescente le gustaba salir con políticos; cuando pasó junto al fiscal, él la saludó.

—Hola Jennifercita –pero ella pasó por su lado sin responderle.

Al fiscal le dio igual que no le respondiera, se consoló pensando que ella simplemente era la amante del gobernador, y el tipo no sería gobernador para siempre; brevemente recordó el video que le habían grabado en una fiesta, teniendo sexo con más de dos hombres a la vez; se lo había mostrado hace algunos años su amigo Jorge Luis, un locuaz médico bisexual que tenía la videoteca de pornografía más completa de la ciudad. El fiscal esperó a que entraran; del vehículo azul se bajaron: el comandante provincial de policía, el capitán Gerardo Rodríguez y otros dos que el fiscal no reconoció. Enseguida aparecieron otros vehículos con el logotipo de su respectivo canal de televisión, seguidos por una multitud de personas con la camiseta de la campaña de búsqueda de María Emilia, y pancartas de cartulina escritas con marcador. Los policías abrieron el paso entre los curiosos e hicieron entrar a las autoridades primero, y después les dieron paso a los padres de María Emilia. Todos atravesaron la sala de espera y entraron a obstetricia; el fiscal aún no se sentía preparado para dar declaraciones a la prensa nacional, de hecho, aún no estaba seguro de que el cuerpo encontrado sea de la niña María Emilia; en la sala de espera nadie lo reconoció.

La puerta se abarrotó de periodistas que pugnaban por entrar mientras los guardias del hospital trataban de detenerlos: pidiéndoles que esperaran afuera hasta que salieran las autoridades.

El fiscal no se atrevió a salir; después de un momento la puerta de obstetricia se abrió y apareció el gobernador junto al comandante de policía; todas las cámaras se abalanzaron hacia ellos, y el gobernador, frente una veintena de micrófonos, dijo que la niña María Emilia Paladines había sido hallada, lamentablemente, sin vida; hablaba con toda naturalidad ya que antes de ser gobernador trabajaba de periodista deportivo en un canal de televisión local; enseguida anunció que a las diez de la mañana darían una rueda de prensa para dar a conocer más detalles.

Se abrió nuevamente la puerta de obstetricia y apareció el alcalde abrazando a los padres de María Emilia; y con el brazo que tenía libre hacía dramáticos movimientos pidiendo que abrieran paso, aunque en realidad nadie intentaba obstruírselo. Los periodistas se pusieron atentos, esperando recibir de cualquiera de ellos las mejores respuestas. Cuando estuvieron junto a la salida, los camarógrafos enfocaron mejor sus cámaras mientras los periodistas arribaban con preguntas a la pareja, pero ambos huyeron de ellos. El padre de María Emilia alcanzó a decir algo que todos oyeron en sus televisores, pero que el fiscal no avanzó a escuchar desde donde se encontraba. Cuatro policías municipales los escoltaron hasta el vehículo que los había traído, mientras el alcalde los dejaba marcharse, para hacerles frente, él solo, a todas las cámaras. El alcalde dio efusivas declaraciones acerca de la muerte y el hallazgo de la niña; anunció que a las diez de la mañana, en la rueda de prensa, darían a conocer los detalles más importantes acerca del caso.

Salieron inmediatamente y se subieron en sus vehículos, luego desaparecieron tan rápidamente como llegaron.

El fiscal se sintió incómodo al ver que nadie había reparado en su presencia; por primera vez en el día sintió vergüenza y desconcierto, sin embargo nadie lo notó; acomodó su postura y aceleró el paso hacia la salida. De repente escuchó murmullos detrás de sí; regresó a ver y notó que la mayoría de las personas de la sala de espera se habían colocado alrededor de un anciano de barba blanca abundante y manos repletas de vello castaño, que yacía recostado en una de las sillas tripersonales. Los ojos del hombre parecían haberse diluido en un blanco absolutamente profundo entre lágrimas espesas, que parecía se iban a pegar a los párpados cuando se secaran. Una enfermera se acercó con paso desganado; apenas lo revisó le indicó a un guardia que busque un médico en la sala de Emergencias. El fiscal también se acercó a ver; la enfermera intentaba tomarle el pulso al hombre, mientras un médico indígena se acercó haciendo a todos a un lado, no como si fueran personas, sino como si fueran simples estorbos, y le revisó los ojos con una pequeña linterna; su cara penetró a los presentes urgencia absoluta, cuando dio un vistazo rápido, como buscando entre ellos a los camilleros: esperando a que él les ordenara. Hizo un ligero gesto con la boca al haberse dado cuenta que solo estaba la enfermera; buscó a los guardias con la mirada entre la gente y les solicitó que lo llevaran al anciano a la sala de emergencias. Una joven mujer de pelo castaño rizado, que estaba sentada junto al anciano, lloraba desconsoladamente; vestía una licra azul cuyos rotos había zurcido con hilo blanco, y una blusa negra, casi transparente de tantas lavadas;  sus palabras sonaban acuosas y fusiformes en medio de sollozos.

—Yo les rogué que lo atendieran, de favor, pero no quisieron. Mi papi me decía: hijita, me duele, me duele mucho, pero…

Una señora de ojos azules y aspecto descuidado, un poco pasada de kilos; de piel tan clara que sus venas parecían azules, de pelo castaño: algo grasiento y lleno de carachas de caspa, trataba de consolarla, mientras se secaba el sudor con la manga izquierda de su blusa de lana negra.

—Aquí así mismo es, hijita. Tenga fuerza en estos momentos tan dolorosos; así mismo es aquí; mi mamita se murió pues aquí; así mismo, tampoco la atendieron. A estos nada les importa, solo les interesa el sueldo.

Otra dama de cabello castaño oscuro y cuyo cutis asemejaba tener más años de los que en realidad tenía, con una mancha roja de quemadura que le cubría toda la mitad de su rostro claro y pecoso, y que parecía que recientemente se había desprendido una enorme caracha de la quemadura, intervino:

—Aquí estaba recién el gobernador y el alcalde; todos salieron a atenderles, ni que ellos fueran los enfermos -el fiscal pudo apenas disimular mientras veía a través de su blusa negra de lana, casi transparente de tanto uso, un sujetador naranja con tiras de diferentes colores; la mujer usaba una licra amarilla, bastante desgastada, que mostraba la grasa de sus piernas como si la hubiesen armado de pelotas de barro y las chancletas que muy poco cubrían unos talones blanquecinos y agrietados, que demostraban que toda la vida no había usado zapatos.

La hija del anciano explicaba mientras se limpiaba con un pañuelo su cara colorada por el sufrimiento, llena de mocos y lágrimas:

—Cuando estaba el alcalde aquí le dije a una doctora que por favor lo atienda a mi padre porque se sentía mal –alguien le pasó otro pañuelo, estaba limpio, ella hizo un minúsculo gesto, casi imperceptible, al notar el olor a ajeno cuando se limpió los mocos-. Mi papá decía que le dolía mucho la barriga, pero ellos no me hicieron caso; solo me dijeron que me siente y espere el turno, que ya me iban a llamar para hacerle la ficha y pedirme los datos; y ahora mi papi se va a moriiiir –y echaba gritos de dolor angustiado en medio de una sala llena de dolores y angustias de otras personas que, como ella, pertenecían al último quintil de la sociedad: los pata al suelo, los blancos, los rubios, los barbudos, los criollos, los chapetones y todo un sinfín de apodos más que recibieron despectivamente para ser diferenciados de la otra clase, la acomodada, los bronceados, los hijos del sol; los descendientes de las generaciones del privilegio.

La puerta de vidrio esmerilado de la sala de emergencias se abrió y una enfermera salió y llamó a la mujer; cuando ella se acercó salió un médico más viejo que el otro, cuya cara estaba marcada por arrugas marrones y sus ojos completamente serios; y le dijo algo en voz baja. La mujer estalló en un profundo alarido de tristeza que desencajó su alma malograda y que consternó aún más a toda la sala.

Frente a la puerta del hospital el fiscal tomó un taxi camioneta y le pidió al chofer que lo llevara al Viejo Lucho; necesitaba sentarse y tomar algo; «sí, eso sería lo mejor». No; no necesitaba sentarse, se estaba mintiendo; necesitaba tomar a Mercedes en sus brazos y besarla apasionadamente como si nada hubiera pasado, como si el recuerdo de ese mal día se hubiera enterrado en aquellos seis meses. El fiscal sintió una profunda pena, y entre un largo suspiro inhaló y exhaló el recuerdo de su último y más fuerte amor: Mercedes. A ella las minifaldas jean que se ponía no le quedaban flojas, pero tampoco apretadas: le quedaban perfectas. Al principio de su relación llevaba en su blanco dedo medio un anillo enchapado en oro con el nombre del fiscal y la fecha de su primer encuentro; le quedaba flojo, aunque el fiscal se lo había probado en el dedo meñique al momento de adquirirlo en la joyería de la calle central, los dedos de ella resultaron ser mucho más delgados. En la ternura de ella y en su aroma el fiscal encontraba el consuelo de toda una vida perdida entre papeles y sentimientos no correspondidos. El fiscal viajó por el paisaje de sus bucles castaños; y recordó los paseos a través del suave bosque dulce que Mercedes tenía entre las piernas, el delicado olor de sus senos pequeños, el sutil aroma de su sostén celeste recién sacado, que el fiscal olía con un suspiro interminable; un interior negro con una banda elástica en la que se repetía a su alrededor la palabra: Bolero; la ternura de su sonrisa con sus dientes levemente torcidos; sus cachetes con el color del trigo, sus ojos y su inocencia tierna. «¿A qué huele Mercedes?» –se preguntaba a sí mismo el fiscal, y él mismo se respondía-: El olor de Mercedes puede ser explicado de la siguiente forma: como dos toneles de caviar podrido, a eso equivale el olor de la más suave de las rosas, comparado con el aroma de Mercedes. Se sentía un Quijote al pensar en ella; era su Dulcinea cuando se hablaba a sí mismo, le explicaba al Sancho imaginario de su memoria las delicadezas de su tierno amor: «La piel de Mercedes huele sueños de ensueño; a la patria de la enigmática virtud cristalina de sus adentros; no lo hallarás en otra persona viva, y mucho menos en la naturaleza que, comparada con ella, se concibe demasiado artificiosa, tal como un perfume barato; Mercedes no es parte de la naturaleza –se decía a sí mismo- Mercedes es un milagro que ni la naturaleza, ni sus padres, ni nadie, saben cómo ocurrió». El fiscal recordaba las jornadas de amor en una habitación llena de papeles y libros de medicina, donde solamente encontraban reposo cuando se quedaban dormidos, la mayoría de las veces, él se quedaba dormido sobre ella, y en otras, ella le leía un libro cuando estaba cansado y a punto de dormir. La noche que no olvidaría fácilmente, fue aquella en que se compenetraron en la terraza de un pequeño edificio donde ella vivía al principio de su relación; allí había un banco improvisado, formado por un viejo tablón emblanquecido por la lluvia, sobre dos ladrillos en cada lado, y cuyo espaldar era una mediana pared que daba a la calle principal; Mercedes se paraba sobre el banco y el fiscal la arrimaba cintura abajo, mientras le recorría con los labios la frontera entre el pelo y el cuello, para olerle mejor aquel aroma sutil de primavera tierna, aunque no podía compararse con la primavera, porque un montón de vulgares flores no podrán oler jamás a lo que no iguala ni la más sutil de las flores hermosas y delicadas. Ella bajó sus manos para acariciar su animal en celo, y él le bajaba un poco la licra para tocar sobre su interior aquella panocha que tanto le gustaba apretar contra su cara; cuando ella se abrió un poco, flexionando las rodillas para darle paso a la comodidad; el fiscal hizo a un lado aquel secreto que le estorbaba, y entró plácidamente en su cintura hasta recibir en la cabeza una cálida caricia húmeda. La mirada de ella cambió inmediatamente y sus ojos parecía que se habían hecho más finos y más agudos, el fiscal notó que sus pestañas se habían elevado, cuando se acercó al oído y le dijo, como arrullándolo con sus palabras y su aroma incomparable:

—Por favor, métemela toda.

El recuerdo tangible de la vez en que ella se había entregado en el asiento trasero del carro de sus padres que pasaba estacionado afuera de su casa; ella vestía una minifalda turquesa de tela muy suave y holgada, que por dentro venía con un short también muy suave y holgado; su blusa blanca que rivalizaba con el color de su piel bajo sus pelos castaños, dejó paso para que el fiscal metiera sus manos por debajo de su sostén, y la acercara contra él como invitándola a sacar de su interior toda la calentura que había guardado. Cuando acabaron el fiscal sintió que le latía todo el cuerpo. Era imposible que viendo el paisaje cálido no recordara del día en que lo hicieron en el pasto, durante el cumpleaños del fiscal; o los domingos en el pequeño y ajustado espacio que había en los vestidores de la piscina, sobre una toalla negra llena de pescaditos de colores. El sonido delicioso de la cama de pino blanco con olor a ella, llena de calcomanías rosadas en una pequeña habitación de estudiante, en el tercer piso de una casa donde todas las habitaciones daban a un pequeño patio interno, completamente cerrado y un poco oscuro durante el día, desde donde la quisquillosa dueña husmeaba a todas las inquilinas, y les hacía relajo por dejar entrar a sus enamorados. El fiscal entraba en aquella casa sigilosamente: con un silencio del cual solo eran cómplices las otras muchachas que también hacían lo mismo. Recordó que no pudo hacerla feliz todo lo que hubiese querido, porque en aquel momento el recuerdo de su ex esposa le repiqueteaba en los huesos hasta herirlo de muerte; todavía no había sido de ella, todavía no había sido de nadie; pero ahora que la había perdido tanto tiempo se sentía más de ella que nunca. Quería correr, abrazarla y tratarla como antes; los recuerdos de hace seis meses permanecían latentes aún en su pecho. El fiscal recordó levemente a Eduardo Galeano narrando el cuento del hombre más viejo del mundo; la voz inconfundible del escritor iba deshilvanando en una narración profunda la mirada perdida del anciano navegando hondamente en el olvido de su propia memoria, hasta pararse de un rato a otro y pronunciar el nombre de su primer amor: ¡Isabeeel!

—¡Aquí es! –dijo el taxista. El fiscal regresó a la realidad desde su viaje literario, dándose cuenta apenas, que la camioneta ya se había detenido. Brevemente miró a través del cristal de la puerta; Mercedes estaba allí, lo había visto y bajó enseguida la cabeza; para disimular se puso a limpiar el cristal del mostrador. El fiscal pagó y se bajó; su corazón comenzó a acelerarse con el recuerdo de hace seis meses:

—¿Adónde vas? –le preguntó Mercedes.

—A mi casa –le respondió el fiscal con toda naturalidad.

—O sea, que vienes, te desfogas y hasta luego.

—Tengo que ir a ver a mi mamá y también tengo que escribir la novela, justo tengo unas ideas que… -no pudo continuar porque ella empezó a sollozar.

—Se te olvidó, ¿verdad? –le dijo, tenía los ojos enrojecidos de tanto resentimiento.

—¿Qué cosa? –preguntó el fiscal.

—Hoy era mi cumpleaños…

Al ver la cara de pánico del fiscal, comprendió que no se equivocaba. Agarró como pudo la ropa del novio olvidadizo, y hecha una furia caminó hasta la puerta y la arrojó; uno de los zapatos rebotó al caer y fue a parar junto a una puerta. El fiscal quedó petrificado con el calzoncillo en las manos; una luz se encendió en el primer piso.

—¡Largate!

 .......................

 

Antonio Campoverde
Loja: 1985

Es uno de los mejores narradores ecuatorianos de la actualidad. Su tercera novela: María Emilia, es de lo mejor que ha escrito, ya que en ella se ven reflejados los peores instintos humanos de abuso y poder. Llena de madurez incalculable. Narrada con maestría asombrosa, ya que en ella se enfrenta con la estética de la clase media, y trata con maestría y erudición un tema profundo y a la vez, espeluznante.

Entre sus otras obras se destacan aquellas que han sido acogidas y elogiadas por la crítica nacional e internacional, por ejemplo: Su primera novela de terror, cuyo borrador lo escribió a los 13 años. Entre sus ensayos destacan los dos tomos de “Me reniego, la biblia del nacionalismo en el Abya Yala”; Su libro de cuentos de terror: “Caricias Ocultas”, Además, su libro de relatos fantásticos: “Evolución literaria de Borges a Curimilma”; así mismo, su propio resumen de una amplia gama de libros de autoayuda, al que tituló: “Sea millonario con esfuerzo” (Todos ellos publicados en amazon.com); El libro de microrrelatos de terror y suspenso: “Intenciones ocultas”; y “Salto de fe” (autopublicados); Así mismo, sus novelas inéditas: “María Emilia, entre la verdad y la tristeza (segunda parte)”, “Encrucijada Digital”,    y su novela subjetiva “La tragedia enmascarada”,  confirman que Antonio Campoverde es un autor y narrador que merece ser tomado en cuenta por aquellos lectores que gustan de leer buenos libros.

(Cortesía del autor)

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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