María Cristina Aparicio, de nacionalidad colombiana y ecuatoriana, vive en Quito. Ha sido profesora de castellano y literatura en primaria y bachillerato. Ha elaborado guiones de series cómicas para televisión y es autora de varios textos escolares.  Obtuvo el premio Darío Guevara Mayorga con su novela Un monstruo se comió mi nariz y ha obtenido dos veces el segundo lugar en el Concurso Iberoamericano de Literatura Infantil Norma Fundalectura.

 
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HISTORIAS DE LA CUCHARA 
La gastronomía latinoamericana se entrelaza con la historia. Así encontramos entre otros deliciosos personajes, a las monjas española que descubren el chocolate azteca en el México colonial; a un joven cocinero de empanadas uruguayas que es acusado por error de ser un tupamaro; a los presidentes Fujimori y Bucaram comiendo en un restaurante guayaquileño; a una joven paraguaya a quien la coima le permite volver a la vida luego de la guerra de la Triple Alianza, y a un padre peruano que comparte con su hijo un último aguadito antes de huir del paìs acusado de malversar fondos públicos. Un libro lleno de los colores y los personajes que solo se encuentran en las entrañas de nuestro continente.
Historias de la Cuchara, Editorial Norma
 
El libro recopila una serie de relatos donde se mezcla un poco de la historia política latinoamericana con la comida típica de varios países de nuestra región, de eso se trata “Historias de la cuchara”, el libro de la escritora colombo ecuatoriana María Cristina Aparicio, que recientemente recibió el Certificado de Honor de la Organización Internacional para el Libro Infantil y Juvenil.

“En este libro de cuentos cortos aparecen personajes de la historia política y social, como Pablo Escobar, por Colombia; el grupo revolucionario los Tupamaros, de Uruguay; los desaparecidos por la dictadura argentina o el presidente ecuatoriano Abdalá Bucaram.

Pero esas historias se mezclan de una forma muy natural con las recetas de platos típicos como los fríjoles, las empanadas, el pastel de manzana o la sopa de bolitas de harina”, explica Jael Stella Gómez, editora de “Historias de la cuchara” en Colombia.

¿Cómo logró la escritora hacer con estos personajes unos relatos atractivos  para el público infantil y juvenil? La respuesta es sencilla: con humor.

“Los protagonistas son personas comunes y corrientes que están inmersas en esa realidad política y social, pero que la viven a su manera. Por ejemplo, en el relato de Colombia la protagonista es una tía de Pablo Escobar, que es una mujer antioqueña muy ingenua en su visión de mundo y que termina pensando, cuando va al zoológico de su sobrino, que los hipopótamos son marranos gigantes y que ella puede hacer con las pezuñas de esos marranos gigantes una súper preparación de fríjoles”, expone la editora.

Las historias de este libro son completamente ficticias, y aunque se desarrollan en lugares y contextos sociales específicos, su intención es más narrativa que histórica, mostrando un poco de la cultura de cada uno de los países. Y fue eso lo que hizo a esta obra merecedora del Certificado de Honor.

“Los libros a los que la Organización Internacional para el Libro Infantil y Juvenil les entrega este reconocimiento entran a ser parte de un catálogo mundial que tiene como objetivo acercar y divulgar la cultura y la narrativa entre diferentes países”, afirma Jael Stella Gómez.

Los libros que ganan este premio son seleccionados por ser los más representativos en aspectos como narrativa e ilustración.

Redacción Cultura
 
 
  PRIMER RELATO
HISTORIAS DE LA CUCHARA
México
XOCOLATL

Tanto amó Quetzalcóatl a los hombres, que robó para ellos la planta más preciada de los dioses: la del xocolatl. Las deidades enfurecieron y hubo fuegos, tormentas y terremotos, loa mares se desbordaron, el cielo oscureció y Quetzalcóatl, la enorme serpiente emplumada fue desterrada para siempre de la morada de los dioses y tuvo que habitar entre los hombres.

Sor Isabel escuchó esta historia de boca del soldado que llevó al convento de Oaxaca una jarra de una bebida oscura y espesa hecha de un fruto llamado xocolatl. El millar alertó a las religiosas españolas de que debían probarla con cuidado porque tenía chile, era amarga y se pegaba en la boca y en la garganta, como las ventosas de una sanguijuela que baja lentamente por el cuerpo. A cambio, el xocolatl permitía que un hombre estuviera todo el día sin comer y despertaba las ganas de vivir. Era tanto el aprecio que les tenían los aztecas a las semillas de esta planta, que las usaban como monedas.

Sor Isabel era una de las encargadas de cuidar el huerto y tratar de adaptar las legumbres europeas a esa tierra extraña de tantos colores, animales y plantas de fertilidad descarada. Apenas tenía dieciséis años y había llegado nueve meses atrás de España. Sin embargo, aún se sentía en constante estado de alerta y desprotección.

Al igual que las otras religiosas españolas, Isabel se asomó a la jarra de xocolatl; sonrió como las demás y compartió sus burlas porque el contenido no le pareció más que barro convertido en bebida. La madre superiora más bromista que interesada ordenó a Inés, la pequeña, tomar un sorbo. Los labios de la pobrecita quedaron embarrados de aquella baba oscura. Todos rieron y la niña se agacho rápidamente a escupir con asco. Después de las risas, se dio por clausurada la atención a la bebida. Fue sor Clara quien tomó la jarra con cuidado y anunció su proyecto de estudiar las propiedades medicinales de aquel jarabe.

En la noche de esa misma jornada sor Isabel entró con una lámpara a la cocina a verificar que todo hubiera quedado en orden. Los leños estaban bien apagados y las ayudantes indígenas habían colocado las grandes ollas y la vajilla en su lugar. A punto de irse, Isabel vio la jarra del nuevo brebaje en una esquina. Se acordó de lo sucedido en la tarde y con la pretensión de volver a reír y hacerse una broma a sí misma, introdujo la yema de un índice en el menjurje y lo probó. Efectivamente era amargo y, como dijo el soldado, se apropiaba de la lengua, se pegaba en las paredes de la boca e iba resbalándose lentamente. ¿Qué le habían encontrado los indígenas mexicanos a esa cosa, que se la embardunaban en el rostro, la bebían rindiéndoles honores y la hacían parte de sus ritos? ¡Esos pobrecitos seres alejados de la mano de Dios!

Pero en ese momento. Quetzalcóatl reptaba por los rincones de la cocina; sus ojos granates brillaban en la noche y no perdían de vista a la muchacha. Y entonces, la boca de Isabel le exigió más y ella distraída con sus pensamientos, metió otro dedo en la jarra y lo introdujo en la boca. La planta mágica se arrastró por su lengua hasta que logró hipnotizarla. Isabel no fue capaz de resistirse y probó por tercera, quinta, séptima vez. Sonreía divertida debido a las ansias de su cuerpo por el xocolatl, hasta que tomó conciencia de que estaba sola frente a ese

Brebaje de indígenas impíos y de naturaleza descarriada. Se persignó, salió de la cocina algo asustada y se obligó a no pensar más en lo ocurrido.

Un par de semanas después se abrió otra vez el portón del convento para el xocolatl. Esta vez trajeron los frutos enteros. Isabel se acercó a escuchar las explicaciones que un indígena daba a sor Clara. Había que abrir la cáscara del fruto para encontrar un grupo de grandes semillas ovaladas de color negro brillante, cada una recubierta por terciopelos blancos como si fuera una joya finamente empacada para regalar a una reina. El indígena explicó que había que fermentar un poco las semillas antes de dejarlas secar, tostarlas y molerlas finamente en el metate.

Isabel observaba con atención aquella bebida que parecía tener alma propia. Sor Clara vio su rostro interesado y pensó que a la joven le atraía la investigación de las plantes medicinales; por eso le propuso que fuera su ayudante en el experimento del xocolatl. Su trabajo sería tornar un poco de la bebida todos los días. En la primera jornada solo debía probar una cuchara y anotar las reacciones de su cuerpo. Al siguiente día, tomaría doble dosis, al otro día, una triple ración y así sucesivamente. Si hubiere algún efecto negativo, dejaría de tomar la bebida de inmediato.

En Isabel se juntaron el temor, la curiosidad y la tentación. ¿Qué haría en su organismo ese alimento oscuro y posesivo? Sin embargo, su cuerpo se estremeció al saber que probaría otra vez aquella bebida y la emoción fue mayor que las dudas. Finalmente aceptó participar.

Al pasar los días, y con el aumento de las dosis de xocolatl, lo más difícil fue contarle a sor Clara que los síntomas que iban surgiendo en su cuerpo eran la ansiedad por tomar más del “remedio”, las ganas de probar de un solo bocado todos los frutos que traían los indígenas y la sensación de estar poco a poco hundiéndose por fin con el Nuevo Mundo.

Sin necesidad de que se lo dijeran. Clara notó que su asistente estaba más alegre y tenía mayor energía. Si era el efecto del xocolatl, como creía, la semilla negra podría ser un buen remedio para las hermanas entristecida por la gripe. Así que decidió mezclarlo con miel para aumentar su efecto benéfico en la garganta. Con reverencia abrió Isabel la boca para probar el jarabe, ahora dulce. ¡Oh, Dios! Tuvo que mantener cerrados los ojos y la boca para no gritar su éxtasis al cielo. ¿Ese producto maravilloso era una zancadilla del diablo o un regalo de los ángeles?

Por la noche, cuando sor Clara se dirigía a su aposento vio una tenue claridad que venía de la cocina. Se dirigió allí y encontró a Isabel sentada junto al mesón de madera y frente al jarabe del experimento. Tenía una mano completamente embarrada de xocolatl y los labios cubiertos por una mancha oscura. Las dos hermanas se miraron. Isabel sintió vergüenza y bajó la cabeza; después movió la jarra hacia la otra religiosa, como justificándose.

Clara se sentó, introdujo el punto del dedo anular en la bebida y la probó. Pocas veces en su larga vida, su cuerpo había pedido con tantas fuerzas que esa sensación se repitiera una vez más y otra y otra. Estaba sorprendida. Cogió la jarra y bebió varios sorbos. Muchos sorbos. Isabel no pudo evitar soltar una carcajada al ver a la hermana científica con los labios y los dientes enlodados de tanto xocolatl. Sor Clara rió también y consideró su estado de ansiedad como una santa gula. En definitiva, había llegado rápidamente a la misma conclusión que los aztecas: el xocolatl era un regalo que solo podía venir del cielo.

Al día siguiente, el oscuro y espeso brebaje de los reyes indígenas fue el nuevo ingrediente del desayuno de todas las hermanas del convento de Oaxaca. Isabel y Clara temieron por la reacción de la hermana superiora ante tanta alegre glotonería de todas las religiosas, que pedían más e introducían los dedos en las tazas para salvar hasta las últimas gotas. Pero al verlas y tomar su propia taza, la superiora empezó a organizarlo todo para que el sacerdote y las señoras del pueblo probara el xocolatl (o chocolate que fue el nombre cristiano que le dieron las monjas al manjar.

De inmediato, las hermanas cocinera pidieron la receta de la bebida y empezaron sus propios experimentos. Así, con el tiempo, crearon bocaditos blandos y duros o salsas arteras donde el picor del chile se disfraza hasta estallar en la boca, solo para disolverse de nuevo en el suave dulzor del chocolate.

Entre las damas de Oaxaca, el chocolate causó mucho mayor revuelo que entre las religiosas. Lo probaron y ya no quisieron dejarlo. Era increíble ver hasta qué punto aquel bebedizo indígena había invadido el alma de aquellas señoras de almidonadas modas españolas y muebles traídos de Europa; unas damas cuya mayor preocupación era convertir ese mundo nuevo en un espejo del adormecido y viejo continente. Algo les faltaba en la vida para que se apegaran tanto al dulce consuelo del chocolate y no lo dejaran ni en las misas. El sacerdote, indignado, tuvo que prohibir la entrada del impío brebaje en las iglesias. ¿En dónde se ha visto a los fieles comiendo golosinas en la casa de Dios? Pero las mujeres de Oaxaca armaron una huelga. ¡Sin chocolate no habría misa! Al final se salieron con la suya y consiguieron que su ídolo azteca entrar libremente en las iglesias católicas.

Las damas de Chiapas tomaron una medida más drástica cuando el obispo intentó limitar el consumo de chocolate. Pusieron veneno en la taza de chocolate caliente que el religioso tomaba todas las tardes. El pobre murió de manera dulce; y de paso nació la famosa frase: “Le dieron a beber una sopa de su propio chocolate”.

De todos estos desmanes, y de los que siguieron, estuvieron libres de culpa Isabel y las religiosas de Oaxaca, que lo único que hicieron fue lanzar al viento el regalo de Quetzalcóatl, aquel dios reptil que prefirió ser expulsado del cielo antes que dejar a los humanos sin el paraíso instantáneo al que nos transporta el chocolate.

María Cristina Aparicio, Historias de la Cuchara,
Editorial Norma.
 
 
Portada:
María Cristina Aparicio/Cortesía de la autora.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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