EL ESCRITOR

Roberto Bolaño (1953 –2003) fue un escritor y poeta chileno, ganador de los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999, por su novela Los Detectives salvajes.  Uno de los cuentos más conocidos del autor es "Jim", que presentamos a continuación:

 JIM

Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo.

¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen.

En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde.

Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí.

Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim.

El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.

 

Diario de lector
JIM
Por: Gabriela Urruti
El lector que escribe un diario retoma un libro de cuentos. Como  sucede con los de poemas, a veces, es difícil leer un libro de cuentos en el orden previsto. El lector que escribe un diario suele empezar por el cuento número uno pero luego prefiere dejarse llevar por el capricho, saltando como en Rayuela.

No siempre, cree el lector que escribe un diario, es posible leer un libro de cuentos de un tirón, porque las historias se expanden hasta ocupar toda la capacidad digestiva y, como los caramelos de menta, piden que se los esté dando vueltas en la boca un buen rato, mientras despiden todo su sabor y se van laminando hasta desaparecer.

El lector que escribe un diario tiene ante los ojos un cuento de Roberto Bolaño. Se llama “Jim” y es el primero del volumen. Un cuento breve que hace honor a su título. Un cuento que se puede paladear como se paladea la palabra jim, si es que se decide mantener en el aire la m del final por un buen tiempo.

El cuento es un cuento de sonidos y de imágenes, piensa el lector que escribe un diario mientras lee. Más de sonidos y de imágenes que de significados, escribe el lector. O mejor aún, más bien de esos significados difusos pero persistentes de las acuarelas. Más parecido al final de los caramelos que a una cucharada de dulce o un pan con salamín y queso.

El lector que escribe un diario copia la frase inicial: “Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver un norteamericano más triste”. Una frase que se inicia con el sabor pretérito de los cuentos de hadas -¿cómo leer de otro modo algo que empiece “hace muchos años”?-, se monta en “amigo” y “Jim” sin desmentir el aire a relato tradicional y finaliza con una sentencia que bien podría formar parte de una antología de la caracterización, tal como suelen hacer los más fuertes de los viejos relatos. Hace muchos años vivía en un lejano país un rey que temía que sus hijas lo abandonaran en su vejez, podría haber dicho. O un muchacho llamado Juan que encontró unas habichuelas mágicas. Comienzos en los que está puesta toda la energía, como en un agujero negro o como en el segundo inmediato anterior a la primera vez. Un buen narrador, cree el lector que escribe un diario, no es aquel que encuentra la frase que contenga el big bang, –a veces las musas son generosas con los mortales- sino el que pueda controlar su estallido.

La historia de Jim se desarrolla desde un contenido hilo de relato, como un globo que se desinfla de a poco, por un gollete al que se lo comprime para que el aire escape con un silbido leve pero continuo. Sin el respiro de un punto y aparte salen las palabras, las frases cortas, las imágenes de aquí y allá que al descuido desangran información.

La escena central es la de Jim, mudo, enfrentado a un tragafuegoz, en una noche mexicana. La historia ondula a la luz del fuego, mínimos disparos de claridad en medio de todo lo que no se dice. Y el encanto irresistible de las palabras que callan todo el tiempo y ocultan mientras hechizan. Hechizan y chingan, como la canción que recuerda el narrador al ver a Jim junto al fuego y nombra, por relación transitiva al lector, tan hechizado y chingado como Jim.

Y ahí nomás el final, final que alivia y decepciona, como cuando se descubre que se ha evitado que el globo explotara, pero que no ha quedado nada de aire en él. Aunque a uno le quede siempre el terror de que lo que está debajo de lo que no aún no ha estallado está listo, ahí nomás, para la próxima.
El lector transita tres páginas y media de cuento y se queda paladeando el regusto que le ha dejado. El próximo cuento tiene un título que satura por su exceso:  “El gaucho insufrible”.

Y el lector, entonces, retrocede, otra vez para empezar “Jim”.

Tomado del blog de la autora
 
 
Portadas:
El gaucho insufrible: http://unlibroaldia.blogspot.com/2013/07/roberto-bolano-el-gaucho-insufrible.html
RobertoBolaño: http://www.jornada.unam.mx/2012/01/14/espectaculos/a09n1esp
 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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