José Gabriel Navarro

 

Religioso austero y muy entregado a la vida contemplativa era Fr. Bartolomé Rubio. En 1957 fundó la Recolección Franciscana en el valle del Iñaquito, muy cerca del lugar donde pereció el primer Virrey del Perú, don Blasco Núñez de Vela, decapitado por un negro esclavo de Suárez de Carvajal en la tétrica noche de un lunes 18 de enero de 1546. A instancias del pueblo de Quito, del Cabildo y del Obispo, trasladó dicha recolección con el título de la Orden de los Descalzos de San Diego de Alcalá, al occidente de la ciudad unos terrenos que en las faldas mismas del Pichincha contorneaban la estancia Miraflores del rico vecino don Marcos de la Plaza, marido de doña Beatriz de Cepeda e Hinojosa, sobrina de Santa Teresa de Jesús, el cual los donó a aquel santo religioso para dicha fundación.

No podía ser mejor escogido el sitio. Apartado de la ciudad, aún ahora mismo cuando ya se han poblado sus alrededores, aquel lugar es el retiro de los monjes, el solitario nido que tal vez soñaron las mujeres de la Tebaida (ubicada en Egipto, -aquí vivían los primeros cristianos en monasterios de hombres y mujeres, por separado).

El convento es una inmensa ermita con su capilla, con los claustros cuadrados, muchas celdas, un precioso humilladero, una clásica fuente castellana, un jardín, un huerto y un gran bosque de eucaliptos que antes lo fue de cedros, capulíes y arrayanes. Los claustros del piso superior son angostos, bajos de techo e iluminados con una que otra ventana o algún tragaluz que produciendo durante el día la indispensable claridad impide la curiosidad de la mirada y concentra necesariamente el espíritu en el ambiente austero de santidad y recogimiento que rodea a este lugar. A un lado y otro de las antiguas celdas de los frailes, pequeños cuartos enjabelgados (blanqueado con cal), en algunos de los cuales aún se encuentra el techo de madera con tejido de cuero que, cubierto de miserable estera, les servía para su descanso, ya de noche, ya en las horas de silencio. Algunas de estas celdas tienen  una sola ventana alta en el techo con una puerta que funciona mediante un curioso sistema de cuerdas y poleas;  otras tienen dos ventanas  en una de las paredes, pero tan diminutas que apenas si el espíritu puede salir por ellas.

Las puertas de entrada son de una sola hoja y sus marcos forrados de cuero para apagar el sonido, si la puerta se cerrara alguna vez sin cuidado o precipitada o bruscamente. La iglesia, un relicario de arte y de recuerdos. Allí la vista recoge maravillada el artesonado de lazo morisco que cubre el presbiterio, las afiligranadas labores de su púlpito, los restos de la antigua riqueza de la capilla de Chiquinquirá, los artísticos retablos de madera dorada con sus magníficas estatuas, y se detiene, sin quererlo, ante la hermosa Virgen de las Angustias, el ídolo de los antiguos devotos de San Diego, entre los que se cuentan los marqueses de Faenza, de Lises y de Solanda y los condes de Selva Florida.

Recorriendo el convento, la imaginación más fría se exalta y el espíritu más tranquilo y estoico es arrebatado hacia la edad media o revive las admirables páginas en que describe la vida de los monjes de Occidente el Conde Montalambert. Dan pábulo a la imaginación, etc.

A pesar de que en la prolongada ausencia de los religiosos se ha destruido un tanto el convento, no deja de impresionar su ambiente lleno de recuerdos y también de leyendas. Por la iglesia, por los claustros, por las celdas cruza la silueta del célebre Padre Almeida, cuya leyenda no puede ni podrá separse jamás del convento sandiegano, a pesar de que gran parte de su vida la pasó aquel religioso en el Convento Máximo, en donde tuvo cargo tan honorífico como el de Guardián y Secretario de Provincia.

Quién no conoce en Quito la leyenda de aquel fraile, en quien la tradición ha querido sintetizar una de las malas épocas de la religión franciscana en el Ecuador y pintando en su persona al fraile pícaro, jugador y tunantón que solía pasar algunas noches de claro en claro y no pocos días de turbio en turbio, aprovechando del relajamiento de la disciplina monástica de su convento.

Era don Manuel de Almeida joven de 17 años cuando entró como novicio en el Convento Seráfico de Quito. Único hijo varón de don Tomás de Almeida y de doña Sebastiana Capilla, renunció a todos sus bienes a favor de su madre y de sus hermanas Isabel Guzmán, Gabriela y Catalina. Devoto debió ser el joven cuando abandonó una regular fortuna y los placeres de la edad los cambió por la disciplina monástica de su convento. No fue ningún pintado en la pared, lo demuestran altos cargos que llegó a tener en la Orden: Definidor, Guardían, Maestro de Novicios, Predicador de Precedencia, Secretario de Provincia y hasta Visitador General.

Pero cuando ingresó en el Convento, malos vientos corrían por los claustros: el demonio de la relajación se había cernido desde la portería hasta el altar mayor y la indisciplina cundido de una manera escandalosa: era la época en que los frailes se hacían arrastraar en coches y literas, jugaban a los naipes y tiraban escopeta para matar el tiempo y el Convento era mirado por alguno de ellos como una gran casa de posada que debía solo ocuparse a ratos y desocuparse cuando a bien se tuviera, sea  por la puerta, sea por el tejado. Las veces que el hermano síndico tuvo que pagar las tejas rotas hasta por los frailes mozos. El joven religioso de nuestra leyenda no pudo, pues, permanecer por mucho tiempo libre del contagio.

Un buen día cedió a las tentaciones que le tendiera Satanás por uno de sus compañeros de claustro y acudió  a comer por la Nochebuena unos ricos buñuelos en casa de cierta devota que se creía honrada con la presencia nocturna de los relajados hijos de San Francisco. Cuatro de estos frailes fueron los que aquella noche saltaron las tapias, entonces bajas, del Convento hacia las calles del Conde y arrebujados en sus mantos se dirigieron por Santa Clara y la quebrada del Auqui hacia la Cruz de Piedra. Junto a la fuente del Sapo, se hallaba la casa cuya puerta cedió fácilmente al primer empuje del más confianzudo de ellos.

Cuando entraron a la sala, el silencio se hizo general, llamando la atención del novicio Almeida la actitud desairada en que se hallaba tendida por los suelos un arpa casera, al compás de cuyos sones habían ingresado a la casa.

No debió causarle impresión buena la frialdad del recibimiento, pero no pudo prolongarse el disgusto con que probaba la vida mundana del religioso porque bien pronto desdoblóse un biombo de siete mil colores y saltaron a media sala hasta media docena de frailes dominicos.

Ari chicu, chicu nuestro Padre San Francisco fue el saludo de ellos, dando brincos y palmadas delante de los seráficos.

Gin, gun, el niño Jesús fue la respuesta que dicha en coro y seguida de carcajadas y bromas hizo latir de gusto el corazón de Fr. Almeida.

Volvió el arpa a las manos del dominicano que la había suelto rápidamente para jugarles una broma a los hijos de San Francisco y en medio de cantos y danzas concluyeron los sabrosos buñuelos de aquella primera noche buena de Fr. Manuel.

La del alba era cuando regresó al convento, en donde apenas se notó en el coro y refectorio la falta de dos o tres religiosos que se habían quedado rezagados. Comer y  rascar hasta empezar, dijo Fr. Manuel al día siguiente, pidiendo a sus compañeros de la víspera que volvieran a llevarlo aún cuando fuera para no comer buñuelos. A los pocos días, ya era él quien invitaba, después de algunas semanas y eran los otros los que debían contenerle en los  límites precisos de un escándalo religioso. Pero era imposible, y ni Fr. Mateo de San José que en memorable lunes once de julio de 1672 se atrevió a hablar desde la cátedra sagrada contra la vida de algunos de sus hermanos, en momentos que se honraba a los religiosos difuntos con solemne ceremonia pública y gran misa de réquiem, pudo convencerle de la necesaria moderación en el escándalo.

Un buen día ya no le pudieron aguantar los  mismos compañeros y le recluyeron en San Diego, para ver si se moderaba. Todo en vano. Durante el día pasaba inquieto esperando la llegada de la noche para largarse muro abajo en dirección a la ciudad. Había estudiado con toda atención el mejor sitio para la comodidad de sus nocturas evasivas y visto que el Cristo enorme que se hallaba en el Coro, al pie de la ventana que daba hacia la plazoleta, podría servirle de escalera y de él se utilizó durante largo tiempo. Mucho debió ser cuando el mismo Cristo se cansó de aguantar las irreverencias del fraile. Cierta noche que volvía, sin duda, a las mil y una noches de sus escandalosas orgías, abrió sus labios el Cristo y le dijo estas palabras: "¿Hasta cuándo, Padre Almeida?". Levantó la vista el fraile, se repitió a sí mismo la interrogación impresionante, pero el diablo le trajo al vivo en su recuerdo de lo que afuera le esperaba, y entonces sin vacilar contestó: "Hasta la vuelta, Señor".

En efecto, aquella noche fue la última. Regresado que hubo al amanecer, ya no fue a la celda. Postróse delante del Cristo, que ya no le volvió a hablar, y prometió poner punto final a sus desvaríos.

Aún existen los restos de la ermita (capilla, santuario o lugar de adoración pequeño que no cuenta con un culto constante) que, muy encima del bosque, se fabricó Fr. Manuel para su recogimiento. El Cristo que no ha variado. Y sí la preciosa urna cineraria (que contiene cenizas mortuorias) que en letras de oro, llevó el nombre de Fr. Manuel de Almeida, por voluntad devota de los fieles, se mostraba todavía en San Diego en 1880, pero ha desaparecido; pregona su memoria en los villancicos que en cada Navidad repiten los quiteños durante la novena del Niño:

Dulce Jesús mío,

mi niño adorado,

ven a nuesras almas,

ven no tardes tanto.

 

Que la piedad del fraile convertido que escribió junto con un Vía Crucis y una autobiografía también desapareció en esa misma época.

 

 

 Leyendas Ecuatorianas, Ariel Clásicos Ecuatorianos, 2013.

 

 Portada: https://www.youtube.com/watch?v=6386PGXSuu8

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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