Por: David Pacheco Ochoa

 

Colindando al inmenso edificio del antiguo seminario, existía una casa solariega que asimismo ocupaba casi la otra mitad de la manzana urbanística, pero ésta mirando al norte y a otra pequeña plaza e iglesia conventual.

Los dueños de esta casa apenas se sabía que moraban en ella. Por sus anchurosos corredores interiores sólo reinaban la quietud y el silencio, interrumpido de vez en cuando por el inesperado aleteo de palomas de castilla.

En el centro del patio con olor de herrumbrados botes de leche, un estrecho pozo de piedra en cuyo profundo fondo, dormían aguas intocadas e imbebibles, cual encantado espejo bruñido y verdoso; aguas oxidadas por los años y el abandono y chapoteadas tan sólo por innúmeras ranas croadoras.

Así que sonaba el ángelus, nadie osaba entrar en dicha mansión porque por su inmenso zaguán del traspatio –refería la tradición familiar- un duendecillo solía cruzar por entre las piernas y soplar picaresco la trémula llama de la vela de sebo que portaba en sus manos la criada mulata.

Por los múltiples cuartos desocupados de la enorme y espaciosa casa colonial, la “beata” no dejaba de ver a la gallina de los pollitos de oro que clueca y amorosa se perdía por la obscuridad del horno sin dejar rastro. Quien sabe si a lo mejor dormía con sus polluelos en un cuartucho que siempre pasó abandonado y olvidado. Ella no entraba allí porque le daba miedo y le hacía “chirincho” el cuerpo al pasar frente a él.

Leyendas, tradiciones y relatos lojanos, 1996.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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