Por: Edgar Allan García

 

Don Álvaro Espín y Villavicencio era una verdadera joya malhablado, bebedor empedernido, buscapleitos de primera, asiduo jugador de naipes y dados, apostador de galleras, estafador cuando le daba la gana y temido espadachín con varias muertes a su haber. Su vida era un torbellino de borracheras, peleas, amanecidas y desenfreno que escandalizaban a la pequeña ciudad y daba suficiente material para atizar el sermón del cura párroco cada domingo. Lo único que impedía que fuera a dar a la cárcel o a la horca era su enorme fortuna y su título: Corregidor de la ciudad de Latacunga.

Pero dicen que en algún momento todo diablo tiene una visión aunque sea momentánea del cielo y el cielo de aquel diablo empezó la clara mañana en que vio salir de misa a la hermosa Virginia Núñez. Detuvo su caballo y se apeó tambaleando. No puede ser, balbuceó. Los ángeles han bajado a la tierra, dijo con lengua de trapo, enredada por el alcohol. Ante la indignación del padre y los hermanos de Virginia. Alargó la mano temblorosa para tocarle el rostro que le parecía irreal  y, otra mano, enguantada, férrea, la del padre de Virginia, se interpuso con fuerza, apartándola. Instintivamente acarició el mango de su espada, pero cuando quiso sacarla, ya tenía tres espadas apuntándole. El cura párroco tuvo que intervenir, muy a su pesar, en favor del Corregidor, pero este no estaba para pleitos aquella mañana y, sin que nadie pudiera creerlo, bajó la cabeza pidió disculpas y se marchó a todo galope rumbo a su hacienda.

Desde ese día, no faltó una sola vez a la salida de la primera misa de la mañana. Para estar lúcido en esos instantes, dejó de beber en las madrugadas. También desechó a las mujeres que iban a buscarlo a la casa de la hacienda, dejó de batirse a duelo por cualquier motivo y abandonó las peleas de gallos y los juegos de cartas. Cada mañana, desde uno de los pretiles de la plaza mayor, miraba extasiado cada vez que salía Virginia de la iglesia. Era tanta la belleza de la muchacha que él, don Álvaro de Espín y Villavicencio, acostumbrado a usar la boca ya como un trueno, ya como una cuchilla, se quedaba en silencio en esos momentos en que parecía flotar en el aire, mientras el corazón galopaba a campo traviesa dentro de su pecho.

El cielo en el que había empezado a vivir  se convirtió en el peor de os infiernos cuando un comedido, de esos que nunca faltan, se encargó de comunicarle que la hermosa Virginia Núñez estaba comprometida, desde que era una niña, con el gobernador de la provincia. El Corregidor tardó varios días en digerir la noticia. Sentado en su habitación, sin comer ni beber nada, se miraba las líneas de las manos con ojos extraviados, en tanto murmuraba palabras que nadie entendía. Cuando por fin emergió de esa especie de letargo, un hierro candente le atravesó el cuerpo  y un hervidero de alimañas hambrientas empezaron a devorarle el cerebro. En la soledad de su casa de hacienda, gritó, lloró, maldijo, juró venganza, se golpeó la cabeza contra las paredes y azotó a cuantos peones y sirvientas tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino.

Una noche, completamente ebrio, intentó subir por los tejados de la casa de su ama para hacerla suya o raptarla, o ambas. En su desvarío pensó en matarla con sus propias manos, si ella se resistía a sus ruegos. No alcanzó su cometido: los perros ladraron, los peones dieron la voz de alarma, se escuchó más de un disparo. Escapó, no sabe cómo, lanzándose desde el tejado del granero, cruzando a todo correr por un sombrío y saltando sobre una gruesa pared de adobe. Una vez a salvo en la soledad de las calles, durante horas vagó sin rumbo por los oscuros vericuetos de Latacunga, sollozando amargamente en los rincones, blasfemando contra Dios, el amor, el desamor y el desino. Antes del amanecer, quizá cansado de intentar escapar de aquello que no podía escapar, parándose con los brazos abiertos frente al río Cutuchi, se lanzó a los abismos.

A partir de ese momento empezó otra historia, la inexplicable desaparición del Corregidor se dejó sentir casi de inmediato; de Quito enviaron dos alguaciles para que averiguaran el paradero de don Álvaro de Espín y Villavicencio; el matrimonio de Virginia y el gobernador de la provincia se adelantó, por si acaso volviera a aparecer el “maldito”, como muchos lo llamaban; los más piadosos aseguraron, alentados por el cura, que el mismísimo demonio se lo había llevado de las patas a freírse en las pailas del infierno; las mujeres con las que alguna vez había convivido, se disputaban a arañazos en plena calle la improbable herencia del Corregidor, en tanto reses, caballos y ovejas desaparecían de su extensa hacienda con una rapidez sospechosa. A nadie se le ocurrió que un hombre tan fuerte, quebrado, desde la raíz por un amor imposible, se había lanzado al río Cutuchi.

Una noche de espesa neblina, un espectro hizo su aparición en Latacunga. Quienes lo vieron de lejos juraban, muertos de miedo, que la sombre caminaba tambaleándose que llevaba la espada en la mano y que vomitaba maldiciones e improperios que retumbaban en las estrechas calles adoquinadas de Latacunga, pero quienes lo vieron de cerca, como fue el caso de una gavilla de muchachos que estaban tomando en la Plaza del Salto, no lo pudieron olvidar jamás: el espectro, dijeron luego, nació de la niebla, de la nada se fue haciendo cara y cuerpo, hasta convertirse en don Álvaro de Espín y Villavicencio. Cuando al fin lo vieron, tenía la ropa en jirones, el rostro carcomido por alguna plaga inmunda, los ojos vacíos, los cabellos revueltos y blandía una espada mientras gritaba con estruendo: ¡Devuélvanme a mi novia! Los que sobrevivieron cuerdos a semejante experiencia llegaron a sus casas más que corriendo, volando, y una vez dentro, vomitaron una espuma amarilla y amarga.

El espanto cundió por toda la región. Alarmada por las apariciones que se repetían todas las noches, la ciudad entera salió en procesión para conjurar con sus plegarias y humo de incienso, la maldición que se había apoderado de la ciudad; se lanzó agua bendita a la entrada de las casas; se llenó de flores a la Virgen, se invocó la ayuda de santos, ángeles, arcángeles, serafines y querubines, pero cada noche el espectro volvía aparecer en las calles y gritaba durante horas lo mismo: “¡devuélvanme a mi novia, malditos!” Como si no bastara, luego se derramaba en insultos, blasfemias y juramentos de venganza que solo terminaban al amanecer. La gente estaba espantada y a las seis de la tarde ya no quedaba un valiente que anduviera por las calles desoladas.

Una tarde de domingo, unos niños que jugaban en las orillas del río Cutuchi descubrieron una osamenta atrapada entre las rocas. Cuando dieron la voz de alarma, el pueblo entero descubrió, consternado, lo que en verdad había sucedido con el Corregidor. Entre los huesos todavía había restos de ropa, un pedazo de bota y una medalla de oro que el difunto llevaba siempre en el pecho. Sucedió entonces un milagro: la memoria cambió de sitio en el corazón de la gente. Al ver los restos y comprender la magnitud de su dolor, muchos se compadecieron de aquel hombre devorado por un amor sin esperanza; algunos incluso rezaron, como si fuera un miembro de su propia familia, por el alma de aquel personaje solitario y, en el fondo, triste; el cura, por propia iniciativa, celebró una misa con sus restos presentes dentro de una caja de cedro que pagó la comunidad; y hasta la misma Virginia Núñez y su esposo estuvieron entre la multitud para darle, por fin, cristiana sepultura.

Desde entonces, dicen, nunca más volvió a aparecer el espectro furioso de Latacunga.

 

Historias espectrales, Grupo Santillana de Ediciones, 2006.

 

Portada:https://ecodiario.eleconomista.es/noticias/noticias/9027336/03/18/Grabaciones-de-fantasmas-que-no-serias-capaz-de-ver-a-solas.html

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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